Todo se escucha en el silencio (Capítulo II)
Kalimán había sido la figura paterna durante la infancia y adolescencia de su joven protegido. Le dio su primer trabajo, su primera navaja, su primera cerveza y lo remitió por primera vez con Lupe Boquitas, la prostituta más antigua del centro e iniciadora sexual de al menos cuatro generaciones de yucatecos. Fuera del apellido Guzmán y de un vago acento tabasqueño nadie sabía el nombre ni la procedencia del Kalimán y ni siquiera los más antiguos del barrio recordaban con precisión el año en que éste llegó a Mérida. Como los árboles, como la pobreza, como el maíz, parecía que siempre estuvo ahí.
Debido entre otras cosas a su longevidad y a su expansivo sentido del humor, el Kalimán fue una presencia constante en la infancia del Antibalas y de otros niños de su época, quienes lo asociaban inequívocamente con un sabor a mazorca tierna de maíz hervido, bañada con limón, sal y chile en polvo, o con mayonesa y crema durante los días de fiesta. Kalimán pasaba todas las tardes en su bicicleta sosteniendo el huacal de elotes sobre el manubrio mientras los niños del barrio jugaban fútbol, busca-busca y en general corrían enloquecidos por las calles.
Pero si había algo que distinguía al Kalimán de todos los habitantes de la zona era su afición a la lectura. La gente nunca comprendió como podía preferir sumergirse en un libro que sentarse con los demás a tomar ron con coca-cola, fumar cigarrillos y rememorar sobre mujeres o los viejos tiempos. Kalimán respondía que él podía hacer todas esas cosas y al mismo tiempo liberar su espíritu mediante la literatura. Lo cual era verdad. Después de terminar su recorrido en bicicleta, al caer la noche, regresaba a su casa de techos de cartón corrugado, sacaba una pequeña mesa, un quinqué, un paquete de cigarrillos, un vaso de cerveza y se recostaba en su hamaca, colgada estratégicamente bajo un antiguo flamboyán, con el libro más inimaginable que uno pudiera imaginarse.
El Antibalas fue uno de los pocos niños que se sentaban a verlo leer aunque nunca hubiera tenido una afición genuina por la lectura. Lo que le interesaba a ese pequeño de piel morena y ojos chispeantes eran los momentos en que el Kalimán asentaba el libro, encendía un cigarrillo y contaba fragmentos de alguna anécdota real o imaginaria que inevitablemente concluía con una diatriba contra el imperio yanqui, la iglesia y sobre todo contra las traicioneras mujeres, causantes de todas las tragedias de su vida y las de los personajes de sus anécdotas. El Antibalas creció admirando a figuras como el Che Guevara y José Martí, salvándose en términos generales y más bien por milagro de la misoginia que afectaba a su generación y a las anteriores a la suya, y al cabo de los años fue capaz no sólo de escuchar las anécdotas del Kalimán sino de complementarlas e incluso oponerlas con sus propios relatos y aprendizajes.
Poco a poco, sin embargo, aquellas sesiones de lectura y narración oral fueron espaciándose. El Antibalas dejó de regresar al barrio por las tardes y sus ratos libres los pasaba con chavos de su edad, tomando cerveza en las esquinas y fumando mariguana. A pesar de su reticencia a tomar o fumar una o tal cosa y debido a su natural talento para el sarcasmo y los chistes de doble sentido, se ganó el compañerismo de un grupo al que en realidad temía y no respetaba, pero con el cual se sentía extrañamente identificado.
Una tarde en la que corrían profusamente el alcohol y los puñetazos, al salir a la plática el tema de la comida del barrio, alguien mencionó de paso que aquel viejo de los elotes se estaba muriendo. Antibalas no se decidió a visitar a su viejo amigo sino hasta pasados tres días. Apenas puso un pie en la acera de enfrente, el Kalimán encendió la luz de la choza y gritó: “¡Entra aquí de una buena vez, chamaco!”. La puerta se abrió y el Antibalas pudo ver a un anciano en pantuflas envuelto en una cobija, cuya barba parecía caérsele a pedazos, dejándole huecos a lo largo de la cara y que caminaba con dificultad, encorvado, pero cuya voz preservaba una sonoridad e incluso una gravedad que no correspondían con el notorio agotamiento de su propietario. Antibalas tragó saliva y sintió cercanas las lágrimas hasta que la voz lentamente clamó: “No te me apendejes y vete sentando en esa silla, cabrón, que tenemos que platicar”.
Antibalas cumplió con lo indicado y el anciano empezó a darle los pormenores de su enfermedad. Le dijo cuánto tiempo estimado le quedaba de vida. Le pidió que ordenara sus asuntos después de su entierro. Legó todo lo que había por legar y pidió que sus cenizas fueran arrojadas al cenote de Dzibichaltún. Abrió una botella de ron y encendió un cigarrillo. Afirmó haber vivido una vida “con orgullo, sin dejarme de nadie ni hacerle mal a quien no lo merecía. Hice el dinero que quise y lo utilicé cuando fue necesario. No tuve hijos pero cumplí todos mis sueños. Muero solo aunque siempre estuve rodeado de sabios. No hay mejor interlocutor que un filósofo muerto ni mejor amante que la que vendrá mañana. Vale más que te enamores y te despedace el alma una prostituta sin dientes a que escribas la novela más perfecta de la historia. Nada es perfecto, hijo. Nada permanece. Y todas estas pendejadas que digo no son nada. Yo no soy nada. No soy ni la ceniza de este pinche cigarro. No soy nada. Nada me queda”.
Habían pasado ya varios meses, años quizás, en que el Antibalas no recordaba el último consejo del Kalimán Guzmán. Ahora era un adulto joven y altanero, con tatuajes en los brazos y la libido desatada. Sus bases de operaciones eran la Plaza Grande, el parque de la Madre, Santa Lucía y San Juan, en donde vendía pitillos de mariguana de pésima calidad a un precio que con dificultades hubiera correspondido a los mejores productos hidropónicos holandeses. Con la ayuda del padre de su socio el Chemo, el “doctorcito” Ayala, quien se especializaba en falsificar hojas de recetarios médicos y de medicina veterinaria, conseguía tranquilizantes como Rivotril, Rohypnol o ketamina que vendía como éxtasis o incluso heroína a los compradores más inexpertos. El negocio nunca fue próspero pero alcanzaba para los gastos. Una buena parte de sus ingresos era para su madre, doña Susana, otra para sus hermanas y el resto lo gastaba en ropa o lo guardaba en una lata de cerveza japonesa Sapporo que el Kalimán decía haber traído del mismísimo puerto de Tokyo. Para los estándares del barrio podían haber sido considerados de clase media. La madre del Antibalas había decidido de una manera muy pragmática no preguntar sobre la procedencia del dinero que éste le entregaba, lo cual interpretó el Antibalas como un signo de lealtad familiar; y quizás así lo era. “Ya no hay mujeres como las de antes”, pensaba a veces.
Una noche llegó a casa acompañado de una francesa llamada Hélène a quien había recogido en el Palacio del Gobernador, sitio al que frecuentaban todos los vendedores ambulantes del centro debido a sus baños gratuitos. Hélène era una rubia alta, tetona, con dreadlocks, ojos rojísimos, pupilas dilatadas y riéndose a la menor provocación. El negocio del Antibalas era detectar a gente así, extranjeros enganchados que consumían y por lo general comprarían toda clase de drogas. Antibalas ejecutó una de sus maniobras usuales, acercándose a ella de frente y diciéndole en francés una frase que había aprendido de 'Los paraísos artificiales', uno de los libros del Kalimán: “¡Qué hermosas las pupilas de quienes consumen cáñamo!”. La francesa sonrió y respondió en español: “muchas gracias”. Era de tarde y el Antibalas logró que lo invitaran a tomar una cerveza. Dos cervezas, tres cervezas y la francesa no paraba de hablar. El Antibalas comenzaba a preocuparse por los clientes que estaba perdiendo al no hacer sus rondas nocturnas cuando la francesa dijo que le apetecía algo de “mota, así se dice aquí, ¿no?”. Antibalas la llevó a su casa, la metió a su cuarto, cerró la puerta y las cortinas y se lanzó sobre sus labios y sus tetas como un forajido.
Después de un rato la chica, ya sin la blusa, pidió mariguana. El Antibalas se levantó de un salto y sacó un pequeño cofre de madera tallada. “Esto que te voy a dar ahora hubiera hecho feliz a Bob Marley,” le dijo a la rubia y ésta soltó una carcajada y se puso a cantar "Burnin' and Lootin'" con un marcado acento francés. Luego calló y se mantuvo en silencio mientras observaba al Antibalas en su faena de quitar las pequeñas ramas de la planta para obtener únicamente las flores. Poseía un dominio de especialista para ser alguien quien se preciaba de nunca consumir su producto, “política mercantil de imbéciles,” según enseñaba a sus ayudantes. Cerrando los ojos, la francesa dijo: “Nunca había conocido el silencio hasta que estuve en Oaxaca”. Antibalas le puso el cigarrillo en la boca y lo encendió mientras jugueteaba con los pezones de la francesa, y le preguntó: “¿A qué te refieres con el silencio?”. “Al silencio —respondió ésta, entre risitas—. ¿Qué no sabes qué es el silencio, panzón? ¿Acaso no entiendes lo que es la calma de la mente?”.
El Antibalas vio entonces, como en un relampagueo, el rostro del Kalimán, exhortándole a aceptar el silencio. El silencio. No tardó en recobrar la concentración, vio nuevamente las suculentas tetas de Hélène y saltó sobre ella diciendo: “Esto es lo que calma mi mente, pendeja”. Minutos después la francesa estaba incrustada encima de la pelvis de un Antibalas que la apretaba de los costados y la levantaba y asentaba intensamente, rítmicamente, alternando entre morderle las tetas y estrujarle las nalgas con fiereza. Los gemidos de ésta, sin embargo, no lograban quitar de la cabeza del Antibalas la idea de que algo, todo quizás se escuchaba en el silencio. ¿Qué chingados había querido decir el anciano?
— Gerardo Alejos
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7 Comments:
Felicidades!!, nose quien de los 3 fue, o si los 3 son culpables, pero la historia (y los personajes) definitivamente te invitan a querer saber mas, o sera que esto demuestra (una vez mas) que soy una obsesiva sin remedio??, Saludos!!
Gata#1
Esto se convertira en un libro???...ya estoy viendo la publicación!!
saludos
lo tuyo es una hemorragia verbal ..... tienes tanto k decir..
interesante..... super buen nick.
Salu2 desde Chile
Gata #1, gracias y no tiene nada de malo ser un obsesivo sin remedio. Al respecto, deberías leer un artículo de tu coterráneo tijuanense el Pirivox sobre los coleccionistas de discos. / Chanta, ojalá que así sea. / Andrea, gracias y ¿cuál de los nicks fue el que te gustó? ¡Saludos y sigan leyendo!
Gracias totales por esta segunda entrega punk!! son párrafos tan tuyos repelaná, que hasta pareciera una plática contigo entre los humos del jazz en vinil, hahaha...
WE WAIT THE WORST
P.D. Te voy a cobrar regalías por el "doctorcito" Ayala y sus falsificaciones.
Gracias, Pedro y Sacer. Es verdad que esperamos ahora la entrega de nuestra estimada Luxia. Y Sacer, haré todo lo posible porque se sepa más de loa historia del "doctorcito" Ayala, no mames cabrón...
Yeah, gracias Brissia!!!
Igual un chingo de abrazos hasta Tijuana...
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