25 septiembre, 2009

60 watts

25 diciembre, 2005

El Nutria en el aire (Capítulo VII)


-Salió con mala cara, maestro... Mmm, mala cosa. Suele pasar; no se preocupe. Acá no entienden que la gente necesita conocer el mundo. Pero por menos lucas. Si no es mucha la indiscreción, ¿dónde quiere llegar?

Carlos Aparicio Gaete, alias El Nutria, sale cabizbajo de la agencia de viajes El Cóndor, de calle Bandera, en pleno centro cívico de Santiago. En uno de los bolsillos internos de su chaqueta lleva el dineral que ha juntado peso a peso en el cofre, pero la señorita de rubios cabellos platinados, y largas piernas como la figura del Concorde, le acaba de decir que está todavía muy lejos de lo que debe cancelar, si es que quiere llegar a tierras aztecas, donde su carnal, el Profesor Jirafales.

Está triste. Le falta dinero, la comprobación objetiva de que los sueños le van a costar más que a otros, aunque junte, aunque aprenda a ahorrar. Porque en este caso también es el calendario el que se restriega en su cara, y le advierte, mofándose, que tendrá que esperar cuatro meses más, seguir juntando papeles en el cofre, así como van las cosas hoy por hoy.

-Mi nombre es Juan Alexander. Pero todos me dicen Alexandro El Grande -dice un ser que por poco supera el metro de altura, y que sigue a Carlos desde que salió de la agencia de turismo.

El Nutria sigue sin escuchar, ensimismado en sus lamentos.

-Ey, no me hagas seguirte hasta la China; sólo quiero ayudarte. Puedo hacer que viajes donde quieras. Buenos Aires, Galápagos, Nueva York, Machu Pichu, Ciudad de México; lo que quieras -insiste el hombrecito.
-¿Ciudad de México? -pregunta El Nutria, deteniéndose frente a una schopería.
-Ciudad de México, mano -bromea Juan Alexander, imitando el sonsonete de un Pancho Villa que alguna vez vio por televisión.

El Nutria mira a Juan Alexander de abajo a... a abajo, y con el ceño fruncido y dando un leve movimiento de mentón, como lo haría el Quajinais, le vuelve a preguntar a su acompañante:

-¿Tienes sed?
-¿Como para qué sería? -responde Alejandro El Grande.
-Una pilsen. ¿Te servís?
-¿Qué le hizo el agua al pescao?

El Nutria se abre paso en la schopería, donde los tradicionales habitantes de la barra degustan cervezas, borgoñas, un café los más encañados. Nadie se percata de Julian Alexander, salvo la camarera, que al pasar por su lado, automáticamente aplasta su falda contra su trasero, evitando que el pequeñín pueda mirarle los calzones. Piden dos schop de litro, una porción de papas fritas y recobran la conversación.

-Así que Ciudad de México... -desliza El Nutria.
-Ciudad de México, Veracruz, Nuevo México... Lo que tú quieras.
-¿Cuánto?
-Depende del número de pasajeros. Y eso no se sabe hasta el último segundo. La cosa tiene sus riesgos, ¿me entiendes? -comenta el pequeño, llevándose un aceitoso puñado de papas fritas a la boca.
-¿A qué te refieres con riesgos? ¿Que se caiga el avión?
-La aviación es la aviación, profesor. Turbulencias, pérdida de combustible, palomas mensajeras que se incrustan en las turbinas; azafatas bipolares que amenazan a la tripulación con hacer explotar sus siliconas en caso que no les entreguen un suculento rescate... No, profesor, me refiero a que ésta es una alternativa... diferente... sin visa... Nadie te va a preguntar si eres turista o si tu sueño es ser parte de una banda sound. Con Juan Alexander el mundo se abre como una sandía ultra madura, roja, jugosa. El costo: esas pepas negras que alteran el rojo y que hay que tener mucho cuidado de no tragar.

El Nutria escucha a Juan Alexander con la mirada perdida. Si uno pudiera pedirle prestado un ratito sus ojos, y atornillarlos en nuestras cuencas para saber qué mira, nos daríamos cuenta que no se trata de nada que esté allá afuera, sino de la mirada clásica de un nostálgico que atraviesa la corona de espuma de un schop con los labios y vuelve a concebir una cuota de esperanza, la sensación de que ya aparecerá algo grande entre tus manos, porque es imposible bailar con la fea toda una vida.

-¿Cuándo y dónde? -pregunta El Nutria, como si hubiera vuelto de otro mundo.
-El jueves a la 21:40. Hangar Luxor en el aeródromo abandonado. Sin compañía. Esto no es la despedida del niñito que se va a estudiar al extranjero, ¿entendido? Una sola maleta y el dinero en un sobre.
-¿Cuánto?
-Ya te dijeron que no en la agencia, ¿verdad? Sé muy bien lo que ahí te cobran. Lleva todo lo que tengas, te va a hacer falta... A veces la demanda crece. Estamos en chilito, ejemplo en Latinoamérica. Pero hay gente que a veces necesita arrancar del Paraíso. Tú me entiendes... -explica Juan Alexander, mientras da el último sorbo al schop y se despide, alargándole una tarjeta a El Nutria.
-Cualquier duda, me dejas recado. Suerte, negro -agrega el hombrecito y El Nutria lo ve alejarse por el iluminado pasillo de la schopería, como si Alexandro El Grande fuera al encuentro del Señor.


Son las 23:22 horas del jueves y El Nutria da vuelta un whisky en su mano derecha. Los cubitos de hielo le recuerdan la Laguna San Rafael, en el extremo sur del país. Son como hipopótamos congelados que buscan vegetales en el fondo del vaso. El whisky no es lo suyo, pero le aconsejaron relajar los nervios con un poco de escocés, porque nadie quiere niñitas histéricas a bordo. Despegaron hace cuarenta minutos de Chile. Si el cálculo no lo engaña, las luces de la noche que ve desplegadas por la ventanilla corresponden a la ciudad de Iquique, en el norte del país, donde algunos de sus amigos de infancia se fueron a probar suerte en la construcción, en las minas. Nunca más supo de ellos. Le gustaría verlos ahora formados sobre la cima más alta de la ciudad, despidiéndose de él como si fuera su familia. El whisky ya hace su efecto y cree que es el momento de pedir esa pastilla que le ofrecieron. Doce horas de sueño asegurado. Con un gesto del mentón llama a la aeromoza, una gordita de mini falda que se pintó demasiado los labios, y con discreción le pide el remedio, y ella regresa un minuto después con una bandejita de plata sobre la cual se mueve al fármaco con el vaivén del avión. Siendo un niño era un verdadero parto tener que tragar una pastilla. Su madre debía deshacérselas en Pap, Bilz o Coca Cola. A veces ni siquiera la gaseosa era suficiente para reducir el asqueroso sabor de los químicos. Más de una vez vomitó. Hubo que abrir otra cápsula y repetir el ritual. Esta vez más grande la boca, sin probar, Carlos, que pase, sé niño bueno, di que sí, deja que pase solamente por la garganta, ya vas a ver que se puede, que el sueño comienza a apoderarse de tus extremidades, de los párpados cansados, de tu visión que se nubla poco a poco, una intensa nevazón en la cordillera que te impide ver más allá de la punta de tus pies, sé niño bueno, yo sé que puedes tesorito, un viento blanco que te regresa a la paz.

-Lino Solís de Ovando G.

27 septiembre, 2005

Cementerio de Elefantes (Capítulo VI)


Tras, tras, tras, suena la puerta. Sophie se sobresalta y camina hacia la vieja puerta de madera.
-¿Quién?
-Yo, el Mocos.
-¿Qué pedo?
-Tengo que hablar contigo, me manda el Charro.
Sophie abre la puerta y ve al Mocos con sus 1.50 metros de estatura y su piel color chocolate.
-Suelta, pues.
-Gringa, dice el Charro que mañana tienes que cruzar personalmente a unos pollos al gabacho.
-Motherfucker. Él sabe que yo no puedo cruzar, pendejo. ¿Cuántos son?
-Son tres que vienen de allá del sur. Le pagarán bien y no quiere pérdidas.
-¿Donde está el Charro?
-Con el Nando.
-Dile que en un rato voy para allá.
Sophie hace el amago de cerrar la puerta, pero el Mocos sigue clavado ahí.
-Sofis, no tendrás un churrito pa´ matarme el hambre.
-Damn; espérate. Pero le avisas, Mocos, ¿ok?
Sophie sabe que no puede negarse a ninguna petición del Charro; tan fácil como que éste marque un número y la localizan. Pero este encargo es más de lo que siempre le ha conferido. Es una moneda al aire cruzar a Estados Unidos con pollos y una orden de aprehensión pendiente por asesinato.
Poco recordaba del día en que dio muerte a su abuela y los motivos aún le resultaban confusos. Pero tiene la habilidad de borrar rápidamente de su memoria todo aquello que quiera, enterrándolo en su conciencia con más de cien piedras encima. Otros simplemente se lo adjudican a la cantidad de droga que Sophie ha consumido desde los 12 años.
Busca la cantimplora, cerciorándose de que esté llena, se acomoda un pequeño puñal que carga para protección y enciende un cigarrillo.
-¡Santa, Santa! Fuck.
Sale a la calle con pasos rápidos, dirigiéndose a dos cuadras de su vecindad. Ahí está “El Chumba” con su luz roja inundando todo el lugar y liberándolo a duras penas de una viscosa penumbra. Ve al Charro de lejos, sentado a la barra con una cerveza en la mano y jugando con una puta con la otra.
-Charro, ¿que me buscas?
-Mi gringuita, ya te dijo el Mocos, ¿no? Necesito a alguien de confianza y esa eres tú, güerita. A ver tú, pendeja, bótate a la chingada de aquí -ordena el Charro. La morena obesa se larga con una mueca de coraje y balbuceando unas cuantas malas palabras.
-Te decía, güera, que necesito que pases a tres cabrones que vienen de Chile. Sabes dónde está eso, ¿verdad? Pues te digo que estos batos traen un contacto de un güey de allá que dicen que está pesado para unas mamadas de mucho dinero. ¿Ves güerita? Te mando puro VIP.
El Charro suelta una carcajada más que fingida, que hace que Sophie sienta escalofríos. Uno de ésos que tanto teme.
-Y dime pues, cómo va estar todo.
-Calmada, güera. Esto es lo que vas a hacer, preciosa: ya te tengo el carrito listo del año, eh, ¿qué tal? Los cabrones se están quedando en el hotel La Guadalupana, a cuadras de aquí. Tú nena, te dejarás de inyectar tus pendejadas. Esta semana te quiero lúcida, alerta. Toma estos quinientos pesitos. Córtate esas greñitas de mariguana que traes, vete al tianguis y cómprate unos trapitos decentes, de manga larga, que te tapen todo el rayadero de los brazos y cuello. Que te veas decente, ¿ves? Como toda una U.S. citizen.
Sophie saca la cantimplora de entre el pliegue del pantalón y sus nalgas. Temblorosa, empina un trago y pasa el trago de mezcal como si fuera una enorme bola de pelos. Luego limpia las sobras de su boca con la manga de la sudadera. Tengo que hacerlo, se dice a sí misma.
-¿Y de a cómo, Charro?
La mirada del Charro se torna dura, asesina, cual pistola. En un movimiento rápido toma a Sophie de su mandíbula, apretando tan duro como queriendo reventar una nuez enorme.
-Mira pinche gringa, si yo quisiera que me lo hicieras gratis, te lo diría. Me debes la vida, grandísima hija de puta. Te daré tu dinero, así que no la hagas de pedo.
Sophie siente la muerte en el aliento fétido del Charro. Al unísono, la rockola se queda en silencio y los clientes rechiflan.
¡Cácaros!, ¡pónganle moneditas, pendejos! ¡Pinches piojos!
Un hombre de buena facha se acerca y coloca unas monedas. La música regresa.
-Está bien, Charro. Cuándo y dónde.
-Mañana te mando al Mocos con la información, güera.
Es el día indicado. Hay noche despejada y Sophie huele una lluvia próxima a llegar. Sintoniza el radio. Buenas noches, este es el reporte de las 10:15 pm. San Ysidro reporta 120 autos por fila con 20 puertas abiertas; 20 peatones. Otay, el cruze es inmediato. Otro reporte dentro de quince minutos.
Sophie tiembla por la falta de drogas o por los nervios; da igual. Tiembla hasta el último vello de su cuerpo. Está irreconocible, espléndida, vestida con un pantalón negro, botas altas y blusa negra de cuello de tortuga. Cabello recogido. Que me cortara la greña, pinche Charro pendejo, piensa. Sigue ella.
Pinche migra, le está revisando hasta los calzones a este pendejo; ya me chingué, piensa otra vez. Traga saliva. El migra manda a inspección secundaria al auto de enfrente. Fuck! Fuck! Los tres hombres acomodados estratégicamente en la parte trasera de la mini-van emiten un ruido. Shut the fuck off!, dice entre dientes. Su turno.
Sophie suda por todos los poros.
-Hi!- dice el migra, que clava la vista en los ojos azules de Sophie.
-Hi! US Citizen.
-Where are you going?
-To my house here in San Ysidro.
-San Ysidro! I live there too.
-Really? That’s nice.
-Well, hope you have a good night, and I expect to see you soon!
- Sure, why not!
Definitivamente han sido los dos minutos mas largos de su vida. Marca un número de celular.
-Todo salió bien.
Sophie rompe en llanto.
—Luxia López

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09 septiembre, 2005

Calle Luna, Calle Sol (Capítulo V)


“Mire señora / agarre bien su cartera / no conoce este barrio / aquí asaltan a cualquiera...” cantaba Héctor Lavoe y las calles de centro de Mérida vibraban sincopadas, tropicales, efervescentes. Eran las seis de la tarde de un viernes y la voz del más grande cantante de salsa provenía del estanquillo de un vendedor ambulante de discos piratas. Habían pasado ya varias semanas desde que el Antibalas durmió con la francesa Hélène y ahora recorría las calles de nuevo, habiendo terminado sus rondas laborales, buscando mujeres con las cuales divertirse y pasar la noche. En el parque de la Madre se encontró a dos camaradas que iban en una misión similar y rápidamente decidieron recorrer los bares de las dos o tres calles que constituían la zona turística del centro.

El secreto consistía en pasar a emborracharse previamente a cualquier bar de mala muerte de la zona “no turística”, varias calles atrás, en donde la cerveza costaba una fracción de lo que costaba en los otros y en donde las únicas mujeres presentes eran las meseras-casi-ficheras que solían aceptar cervezas, nalgadas e invitaciones a sentarse en los regazos de los clientes que así lo reclamaban.

Memo y Baltazar trabajaban en las calles como vendedor de hamacas y cuida-coches, y habían sido amigos del Antibalas desde la infancia. Eran primos hermanos gorditos y morenos, buenos para los madrazos, cuyos tatuajes de la Virgen de Guadalupe en los hombros no les impedían ser feroces consumidores de crack y de todos los productos del Antibalas.

Llegaron al bar “La Última Y Chingas A Tu Madre” tras haber pactado precio, pagado e ingerido varias clases de estimulantes y se dirigieron a una mesa del fondo que colindaba con las de otros vendedores ambulantes del centro. Estaban prácticamente en familia y fueron recibidos con gritos y mentadas de madre. Se sentaron ruidosamente en la mesa mientras devolvían los saludos con exclamaciones como: “Chúpame ésta, putito”, “Qué sabrosa te ves hoy, Rosy” o el sonoro y altamente ofensivo: “Anda a rre-chingar a tu madre, ¡pelaná!”.

Once caguamas y tres horas más tarde se pusieron de pie y se despidieron escandalosa, borrachamente. Dando tumbos llegaron a la zona turística del centro y se encaminaron directamente al “Panteón Taurino”, sitio en donde la pedantería y la más chabacana vulgaridad venía disfrazada de afición a la tauromaquia, que sin embargo era tremendamente popular entre las extranjeras del centro debido a que los meseros desempeñaban sus labores en mallas, disfrazados de toreros y hablando con un falso acento español. Se sentaron junto al bar y, al acercarse el mesero, Baltazar lo interceptó diciéndole: “Mira, maricón hijo de la chingada, dos cosas: Una. Atrévete a hablarme con tu puto acento español y te mato a vergazos. ¡Pero te mato, cabrón! Dos. Dime dónde está el baño y cuando regrese quiero ver tres Bohemias en la mesa o igual te mato a vergazos. ¿Entendiste, hijueputa?”.

El mesero se precipitó hacia la barra y Memo se puso de pie y le dijo al Antibalas, entre risas: “Nos vamos al baño a fumar una piedrita de crack. Ahora volvemos”.

Antibalas se quedó solo en la mesa y no fue sino hasta entonces cuando se dio cuenta de lo borracho que estaba. Tenía la boca seca y su cabeza pesaba el equivalente de una gran sandía. Veía doble, triple, cuádruple; los ojos se le cerraban de repente y al abrirse sólo veían un extraño conjunto de luces y colores. Sintió llegar la náusea y trató de ponerse de pie pero unas manos en los hombros lo detuvieron y lo obligaron a sentarse de nuevo. “¿A dónde vas, guapo?”, le preguntó la ronca voz de una mujer quien, parada frente a él, añadió: “Por lo visto ya te dejaron tus amigos. Si quieres yo te hago compañía. Te prometo que te voy a tratar muy bien”.

Dentro de su ebriedad, el Antibalas pudo distinguir que aquella mujer —alta, muy maquillada, con grandes tetas y un escandaloso cabello negro— se sentaba junto a él y lo abrazaba y le tocaba los brazos y las piernas. “Ay, pero qué fuerte estás”, decía la mujer. Sus caricias no tardaron en sacar al Antibalas de su letargo y comenzó a toquetearla sin ningún decoro. Mientras le apretaba las tetas desordenadamente, con ambas manos, ignorando que se encontraba en un lugar completamente público, le preguntó su nombre y la mujer respondió: “Magaly, pero me dicen Shakira” y tocó bruscamente la verga del Antibalas, quien se levantó de un salto. Shakira aprovechó para apretarle el culo con descaro mientras le daba un largo beso de lengua. Al ver que los amigos de este último regresaban, la mujer le dijo: “No me tardo. Voy aquí al lado por unos cigarrillos y cuando regrese nos vamos”.

Shakira se incorporó con ligereza y salió del bar a toda prisa. Memo y Baltazar se sentaron a la mesa entre sonoras carcajadas, palmeándole el hombro al Antibalas y diciéndole: “Ora sí me jodiste, pinche Indalecio, no sabía que te gustaban los putos”.

El Antibalas no comprendió sus burlas sino hasta minutos después. “¿Cómo que un puto?”, bramó. “Sí, pendejo, te estabas fajando a un pinche travesti. ¿Qué no viste su chingada cara de hombre?”. “¡Me lleva la puta madre! —replicó Indalecio—. ¡Chingado alcohol de mierda!”.

En ese instante se tocó el bolsillo y se dio cuenta de que además había perdido su billetera. “¡Me lleva la verga! Ya me chingó el dinero. ¡Hijo de su puta madre!”.

Salió corriendo del bar y a lo lejos vio que el travesti paraba un taxi y se subía a toda velocidad. “Ya te jodió el marica, pinche Antibalas; déjalo así”, sentenció Baltazar. “Ni madres —respondió aquél, ya sin el menor asomo de borrachera—, préstame tu moto. Ahorita los alcanzo cuando lleguen a Circuito Colonias”.

Pinche alcohol de mierda, volvió a decirse el Antibalas instantes después, mientras corría a toda prisa.


Después de media hora de perseguir en motocicleta al travesti que le había robado su billetera y humillado frente a sus amigos, el Antibalas comenzó a perder la concentración. Hizo rápidamente el cálculo mental de cuánto afectaría a sus finanzas la pérdida de ese dinero pero concluyó que, a partir del momento en que había subido a la moto e iniciado la persecución, el rescate de su billetera se había convertido en un asunto de dignidad propia, de orgullo de hombre, una cuestión de vida o muerte. Cómo va a ser posible que un pendejo cualquiera se aproveche de mí —razonó—, no me conviene dar ese ejemplo.

Avanzaba lentamente, con las luces apagadas y usando un viejo pañuelo como silenciador del mofle. El taxi marchaba algunos cientos de metros más adelante, recorriendo el Anillo Periférico de norte a sur. No era de extrañarse que el travesti se hubiera dirigido a esa zona dado que ahí se localizaban los hoteles de paso y prostíbulos de la ciudad. Está en su territorio el maricón, tengo que cuidarme —reflexionó Indalecio.

Algunos minutos después el taxi se detuvo y la Shakira bajó de un salto y empezó a caminar por una vereda dentro del monte que parecía ir hacia ningún lado. Caminaba silenciosa y apresuradamente, como sabiendo que aún corría peligro y que acaso la noche no sería suficiente para esconderle o mantener sus acciones en el olvido. El Antibalas había bajado de la moto y caminaba sigilosamente detrás de los matorrales, paralelo al travesti, con una pesada piedra en la mano derecha y una navaja desenvainada en la siniestra.

Tal como el instinto indica al cazador esperó la llegada del instante apropiado y de un sólo movimiento apareció en la vereda y aporreó la piedra en la cabeza de la Shakira, quien cayó pesadamente al suelo sin tener tiempo siquiera de dar un solo grito. Ya me chingué a este pendejo, ahora sólo me falta mi billetera —pensó el Antibalas.

Abrió sin pestañear la bolsa de mano de su víctima, quien yacía bañada en sangre, convulsionándose y con los ojos en blanco. Sin embargo, Antibalas no pudo contener un grito de sorpresa al encontrar una imagen plastilizada de Elegguá, el Orisha mayor, esposo de Echú, protector de Ochún, uno de los apóstoles más importantes de los rituales de la santería, en cuyo revés decía escrito a mano con una letra visiblemente temblorosa: “Que este santo te proteja en la vida y la muerte, el principio y el fin, la guerra y la tranquilidad, lo uno y lo otro, así como yo, nieta de Ochún, te protejo”, firmado por La Turbina.

¡El pinche puto es empleado de La Turbina! —comprendió el Antibalas—, nomás esto chingados me faltaba.

Por primera vez en meses, quizás años, un genuino escalofrío de miedo le recorrió la espalda y cada uno de los poros de su cuerpo. Había llegado el momento de enfrentarse nuevamente con la única mujer a la que había amado en su vida: La Turbina, la exuberante y sanguinaria líder del cártel del Caribe; una leyenda viva del narcotráfico mundial.

Antibalas se aguantó las lágrimas y devolvió la imagen de Elegguá a la bolsa del travesti. Regresó a Mérida y se acostó a dormir pensando que, a menos de que la fortuna le sonriera, le quedaban apenas unas semanas de vida. Del polvo venimos todos y allí regresaremos, se dijo con tristeza, y cerró los ojos.


Gerardo Alejos

30 agosto, 2005

El cofre de El Nutria (Capítulo IV)



Acúsalo con tu mamá, Kiko, piensa ''El Nutria'', cuando se despide de la dueña de casa, de esa casa tan patronal, tan envidiable. Carlos Aparicio Gaete sube a su triciclo, al Fitipaldi, y dándole unas palmaditas a su carrocería, echa a andar con total parsimonia por ese barrio donde el puto smog de Santiago pareciera no entrar, como si los ricos hubieran creado, para ignorancia del resto de los de la ciudad, un su escudo es un corazón.

El triciclo –amarillo, grasiento, de frenos torpedo- está repleto. Hay plantas, diarios antiguos, amarillentos, como dientes con sarro; loza antigua, picada en los bordes; cerámicos descontinuados que la señora de casa decidió mandar a que los botaran por unos pocos pesos. Y para eso está El Nutria, para eso estoy yo, vieja cualiá, se dice Carlos, separando la mugre de lo aprovechable, enguantado, llenando bolsas y bolsas negras de basura, como un Santa Claus a lo Greenpeace, reciclador, basurero, boquita de escoria.

Mientras pedalea, cuidando de no quebrar la loza y la cerámica, El Nutria saca cálculos, proyecciones, sumas y restas sobre cuánto dinero terminará por la tarde en su bolsillo, para luego ir a depositarlo a su banco personal, ese cofre con candadito, de niñita con zapatitos de charol, donde todos los días acumula su pasaje a México. En el barrio, suele pasar que los efectivos de las fuerzas especiales de la policía llegan y entran. No tocan la puerta como debe hacerlo Carlos cuando, guiado por una dirección escrita en un papel de diario, se apresta a realizar uno de sus trabajitos en el barrio alto. Acá no existen los timbres, la cortesía, el hola, ¿puedo pasar? Las puertas se baten como en el Lejano Oeste y la policía con pasamontañas entra como en la cantina de John Wayne en busca de droga, marihuana, chapulines, chicota, pasta base, algunos gramos de mediocre cocaína, abultada con harina, maicena, azúcar, raspado de muralla. Por eso hay que estar precavido. Pagan justos por pecadores y El Nutria no quiere exponer su tesoro de Rico Mc Pato. El cofre yace bajo la tapa del alcantarillado, una placa de concreto que debe levantar haciendo palanca con un fierro, una estaca para Drácula que está dispuesto a enterrar a cualquiera que ose meter las manos donde no debe.

Su padre estaría orgulloso. Carlos siempre atendió sus consejos, aunque supo limpiar también los malos ejemplos. El alcohol en demasía, el trato ofensivo con su madre. Para su fortuna aprendió a cuidar los pocos pesos que salían del bolsillo del viejo, sobre todo cuando el pisco los abría y él se emocionaba con el agua ardiente bajando por su pescuezo. Hay tanto dinero acumulado en ese cofre, que el olor a billete inunda la habitación cada vez que Carlos vuelve a meter la llavecita en el candado que imagina marca ACME.

Falta poco, muy poco, putito, se dice en voz alta El Nutria, sonriendo al imaginarse en tierra azteca, en la Plaza Garibaldi que una vez vio en la Cámara Extranjera de Sábados Gigantes, con Don Francisco presentando a un hombrecito que vivía de dar golpes de corriente a los turistas. ¿Cuántos mexicanos se parecerán a Manzanero?, se pregunta El Nutria, y se destornilla de la risa, mientras lanza un puñado de billetes roñosos al aire. Agrandado, arrogante, sabiéndose también un pobrecito con sus 15 minutos de fama.

El Nutria sigue pedaleando, vuelta a vuelta. Los muslos tensos, cada vez más cansados. Una hora de viaje como si fuera a batir el record Guiness, un chileno vitoreado por sus coterráneos, El Nutria que levanta los brazos y sus amigos que lo esperan en la meta, con champaña, moviendo plumeros y pancartas por ese hombre de mil batallas, un guerrero que va a estampar su firma en ese book que sale año a año y que Carlos mira por televisión, en ese programa que lo anima también a cumplir su locura, su máximo objetivo, su cima a alcanzar, el Profesor Jirafales... Y cuando lo tenga al frente, ¿qué mierda le voy a decir?, se pregunta, como si hubiese despertado arriba del triciclo. Su rictus se ennegrece, pierde vitalidad. Deja de pedalear, Fitipaldi se detiene. Si en ese instante hubiera una cámara aérea –imagine un camarógrafo arriba de un helicóptero de la televisión local-, desde las alturas nadie notaría la presencia de El Nutria. Un punto, un grano de arena en el paisaje, nada más ni nada menos que otro pobre para la televisión.

Lino Solís de Ovando G.

22 agosto, 2005

Del Sexto Sentido (Capítulo III)


Justo cuando Sophie se disponía a abandonar el hospital, sintió cómo un escalofrío se apoderaba de su cuerpo. Era una sensación fría, que le recorría desde la nuca hasta el nacimiento de las nalgas.

Sabía que era poseedora de un sexto sentido. Lo había comprobado en distintas ocasiones. Como aquel día cuando después de un escalofrío, un gran bloque de cemento se desplomó sobre las patas de Giggles, el gato de la abuela Sally; o aquella vez en San Diego, cuando después de sentir nuevamente esa sensación de corriente eléctrica serpenteándole por su espalda, decidió que era el día indicado para asesinar a su abuela materna de ocho puñaladas. Precisas y certeras estocadas que le ahorraron a la anciana darse cuenta de su inminente muerte.

No recordaba nada de su llegada al hospital. Y muy poco de sus tres días de encierro. Cuando ya despertó, los doctores le informaron que había arribado inconsciente, con un cuadro de intoxicación severo por la ingesta de estupefacientes. No habían tenido más remedio que hacerle un lavado estomacal y mantenerla con suero y sedantes.

Quizás fue el efecto de los medicamentos o lo cansada que se sentía, pero esta vez decidió no prestar atención a su sexto sentido. Se arrancó la gasa del antebrazo, sacó con cuidado la aguja clavada a su lívida vena y salió de la habitación sin hacer ruido. Luego dio un vistazo a la puerta del hospital que recién había superado y tuvo la fuerza suficiente para recoger un cigarrillo aplastado, que yacía en el piso a medio fumar.

El sol empezaba a esconderse y la llama del encendedor de Sophie iluminó su rostro blanco y los labios fruncidos.

Miró a los cuatro puntos cardinales y se dispuso a caminar hacia el norte. Visitaría el Bar ''Chumba Mama'', ubicado en la zona roja de Tijuana, donde tenía el control de la venta del crack. El dueño del bar, Nando, conocía a Sophie desde hacía más de cuatro años. El Chumba fue el primer lugar al que Sophie llegó después de cruzar la frontera, huyendo de la policía de Estados Unidos. Ese día en el bar conoció también a la Santa, una puta que trabajaba para Nando y que la había ayudado desde el primer día, llevándosela a vivir a su casa.

Lo primero que hizo al llegar al Chumba fue sentarse en la barra y pedir una Corona, a pesar de las indicaciones del médico, quien le hizo hincapié en que no debía ingerir bebidas alcohólicas ni estupefacientes. De la rockola salían acordes de una canción de la Sonora Santanera:

Fue en un cabaret
donde la encontré
bailando.

Ahí estaba la Santa bailando con un tipo moreno, bajo de estatura, el cual le agarraba el culo sin ningún pudor. Sophie esbozó una sonrisa de lado. Tendría que esperar a que se terminara la ficha de ese cabrón para hablar con su amiga. Por lo pronto, encendió otro cigarrillo, y a pesar del ruido de la música, las carcajadas, los borrachos, los gritos de las putas, las mentadas de madre, se rindió a su silencio interno, que siempre encontraba demasiado perturbador.

Levantándose se dirigió a la pista donde la Santa. La tocó por el hombro.

-Quiubo tu.
-Pues nada. Me tenías preocupada, pendeja. ¿Dónde andabas? El Charro te anda buscando por todas partes.
-Te cuento en casa -dijo Sophie, con un rastro de acento gringo.

Sophie tenía que ponerse al corriente de las noticias sobre la venta de drogas, pero sobre todo de la cantidad asignada, esa semana, de refugiados que tendría en su casa, a la espera de meterlos de manera ilegal en la frontera. Ése era un trabajo que se tomaba muy en serio. El Charro no se andaba con mamadas.


Luxia López

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12 agosto, 2005

Todo se escucha en el silencio (Capítulo II)


Días antes de que arrasara con Mérida el huracán Gilberto, al inicio de una convalecencia que le impediría salir a vender elotes como todas las tardes por el rumbo de Los Pinos y del fraccionamiento Jardines, el Kalimán Guzmán dio al Antibalas un consejo que marcaría a este último por el resto de sus días. No porque fuera muy profundo o especialmente significativo ni porque revelara cuestiones insospechadas sobre la naturaleza humana, sino estrictamente porque el Antibalas pasaría años, décadas enteras sin poder entenderlo.

Kalimán había sido la figura paterna durante la infancia y adolescencia de su joven protegido. Le dio su primer trabajo, su primera navaja, su primera cerveza y lo remitió por primera vez con Lupe Boquitas, la prostituta más antigua del centro e iniciadora sexual de al menos cuatro generaciones de yucatecos. Fuera del apellido Guzmán y de un vago acento tabasqueño nadie sabía el nombre ni la procedencia del Kalimán y ni siquiera los más antiguos del barrio recordaban con precisión el año en que éste llegó a Mérida. Como los árboles, como la pobreza, como el maíz, parecía que siempre estuvo ahí.

Debido entre otras cosas a su longevidad y a su expansivo sentido del humor, el Kalimán fue una presencia constante en la infancia del Antibalas y de otros niños de su época, quienes lo asociaban inequívocamente con un sabor a mazorca tierna de maíz hervido, bañada con limón, sal y chile en polvo, o con mayonesa y crema durante los días de fiesta. Kalimán pasaba todas las tardes en su bicicleta sosteniendo el huacal de elotes sobre el manubrio mientras los niños del barrio jugaban fútbol, busca-busca y en general corrían enloquecidos por las calles.

Pero si había algo que distinguía al Kalimán de todos los habitantes de la zona era su afición a la lectura. La gente nunca comprendió como podía preferir sumergirse en un libro que sentarse con los demás a tomar ron con coca-cola, fumar cigarrillos y rememorar sobre mujeres o los viejos tiempos. Kalimán respondía que él podía hacer todas esas cosas y al mismo tiempo liberar su espíritu mediante la literatura. Lo cual era verdad. Después de terminar su recorrido en bicicleta, al caer la noche, regresaba a su casa de techos de cartón corrugado, sacaba una pequeña mesa, un quinqué, un paquete de cigarrillos, un vaso de cerveza y se recostaba en su hamaca, colgada estratégicamente bajo un antiguo flamboyán, con el libro más inimaginable que uno pudiera imaginarse.

El Antibalas fue uno de los pocos niños que se sentaban a verlo leer aunque nunca hubiera tenido una afición genuina por la lectura. Lo que le interesaba a ese pequeño de piel morena y ojos chispeantes eran los momentos en que el Kalimán asentaba el libro, encendía un cigarrillo y contaba fragmentos de alguna anécdota real o imaginaria que inevitablemente concluía con una diatriba contra el imperio yanqui, la iglesia y sobre todo contra las traicioneras mujeres, causantes de todas las tragedias de su vida y las de los personajes de sus anécdotas. El Antibalas creció admirando a figuras como el Che Guevara y José Martí, salvándose en términos generales y más bien por milagro de la misoginia que afectaba a su generación y a las anteriores a la suya, y al cabo de los años fue capaz no sólo de escuchar las anécdotas del Kalimán sino de complementarlas e incluso oponerlas con sus propios relatos y aprendizajes.

Poco a poco, sin embargo, aquellas sesiones de lectura y narración oral fueron espaciándose. El Antibalas dejó de regresar al barrio por las tardes y sus ratos libres los pasaba con chavos de su edad, tomando cerveza en las esquinas y fumando mariguana. A pesar de su reticencia a tomar o fumar una o tal cosa y debido a su natural talento para el sarcasmo y los chistes de doble sentido, se ganó el compañerismo de un grupo al que en realidad temía y no respetaba, pero con el cual se sentía extrañamente identificado.

Una tarde en la que corrían profusamente el alcohol y los puñetazos, al salir a la plática el tema de la comida del barrio, alguien mencionó de paso que aquel viejo de los elotes se estaba muriendo. Antibalas no se decidió a visitar a su viejo amigo sino hasta pasados tres días. Apenas puso un pie en la acera de enfrente, el Kalimán encendió la luz de la choza y gritó: “¡Entra aquí de una buena vez, chamaco!”. La puerta se abrió y el Antibalas pudo ver a un anciano en pantuflas envuelto en una cobija, cuya barba parecía caérsele a pedazos, dejándole huecos a lo largo de la cara y que caminaba con dificultad, encorvado, pero cuya voz preservaba una sonoridad e incluso una gravedad que no correspondían con el notorio agotamiento de su propietario. Antibalas tragó saliva y sintió cercanas las lágrimas hasta que la voz lentamente clamó: “No te me apendejes y vete sentando en esa silla, cabrón, que tenemos que platicar”.

Antibalas cumplió con lo indicado y el anciano empezó a darle los pormenores de su enfermedad. Le dijo cuánto tiempo estimado le quedaba de vida. Le pidió que ordenara sus asuntos después de su entierro. Legó todo lo que había por legar y pidió que sus cenizas fueran arrojadas al cenote de Dzibichaltún. Abrió una botella de ron y encendió un cigarrillo. Afirmó haber vivido una vida “con orgullo, sin dejarme de nadie ni hacerle mal a quien no lo merecía. Hice el dinero que quise y lo utilicé cuando fue necesario. No tuve hijos pero cumplí todos mis sueños. Muero solo aunque siempre estuve rodeado de sabios. No hay mejor interlocutor que un filósofo muerto ni mejor amante que la que vendrá mañana. Vale más que te enamores y te despedace el alma una prostituta sin dientes a que escribas la novela más perfecta de la historia. Nada es perfecto, hijo. Nada permanece. Y todas estas pendejadas que digo no son nada. Yo no soy nada. No soy ni la ceniza de este pinche cigarro. No soy nada. Nada me queda”.
Sus ojos se encendieron con un brillo particular. “El único triunfo verdadero que me ha tocado fue haber descubierto que aunque la vida sea una mierda vale la pena vivirla. Eso es lo que te hace hombre, lo que te hace valiente; no temerario como esos pendejos que desafiaron a la muerte y cayeron abatidos sin tener una puta idea de por qué vinieron aquí o a dónde estamos yendo. Eso es lo que hay que evitar, chamaco: ¡el no saber! El vivir ciegos, sordos, sonámbulos como borregos… ¡No estamos dormidos, cabrón! ¡Tú y yo no estamos dormidos!”.
Su cara había enrojecido y su respiración agitada hacía que su pecho creciera como el de un oso que bostezaba. Bajó de tono al proseguir. “Sin embargo también debo decirte algo, quizás lo más profundo que haya aprendido en mi vida. Algo que me ha llegado recientemente y que incluso yo no acabo de comprender. El secreto es el siguiente, chamaco. Todo se escucha en el silencio. Piénsalo. Todo se escucha en el silencio”.
El viejo se incorporó, se arrastró por el cuarto hasta tomar un trago de la botella de ron y encendió otro cigarrillo. “Hasta la pinche iglesia dice que del silencio venimos y al silencio vamos, ¿pero quién chingados te dice qué es lo que hay que hacer ante la presencia del silencio? ¿Quién te dice qué es el silencio? ¡Hay que aceptar el silencio!”. Antibalas no pudo contenerse más y guardó la cabeza entre las manos, sollozando. “Que no te dé miedo, pequeño. Límpiate esas lágrimas. Ven a darle un abrazo a este viejo que te va a extrañar. Pero recuerda siempre, hijo. El secreto está en el silencio”.


Habían pasado ya varios meses, años quizás, en que el Antibalas no recordaba el último consejo del Kalimán Guzmán. Ahora era un adulto joven y altanero, con tatuajes en los brazos y la libido desatada. Sus bases de operaciones eran la Plaza Grande, el parque de la Madre, Santa Lucía y San Juan, en donde vendía pitillos de mariguana de pésima calidad a un precio que con dificultades hubiera correspondido a los mejores productos hidropónicos holandeses. Con la ayuda del padre de su socio el Chemo, el “doctorcito” Ayala, quien se especializaba en falsificar hojas de recetarios médicos y de medicina veterinaria, conseguía tranquilizantes como Rivotril, Rohypnol o ketamina que vendía como éxtasis o incluso heroína a los compradores más inexpertos. El negocio nunca fue próspero pero alcanzaba para los gastos. Una buena parte de sus ingresos era para su madre, doña Susana, otra para sus hermanas y el resto lo gastaba en ropa o lo guardaba en una lata de cerveza japonesa Sapporo que el Kalimán decía haber traído del mismísimo puerto de Tokyo. Para los estándares del barrio podían haber sido considerados de clase media. La madre del Antibalas había decidido de una manera muy pragmática no preguntar sobre la procedencia del dinero que éste le entregaba, lo cual interpretó el Antibalas como un signo de lealtad familiar; y quizás así lo era. “Ya no hay mujeres como las de antes”, pensaba a veces.

Una noche llegó a casa acompañado de una francesa llamada Hélène a quien había recogido en el Palacio del Gobernador, sitio al que frecuentaban todos los vendedores ambulantes del centro debido a sus baños gratuitos. Hélène era una rubia alta, tetona, con dreadlocks, ojos rojísimos, pupilas dilatadas y riéndose a la menor provocación. El negocio del Antibalas era detectar a gente así, extranjeros enganchados que consumían y por lo general comprarían toda clase de drogas. Antibalas ejecutó una de sus maniobras usuales, acercándose a ella de frente y diciéndole en francés una frase que había aprendido de 'Los paraísos artificiales', uno de los libros del Kalimán: “¡Qué hermosas las pupilas de quienes consumen cáñamo!”. La francesa sonrió y respondió en español: “muchas gracias”. Era de tarde y el Antibalas logró que lo invitaran a tomar una cerveza. Dos cervezas, tres cervezas y la francesa no paraba de hablar. El Antibalas comenzaba a preocuparse por los clientes que estaba perdiendo al no hacer sus rondas nocturnas cuando la francesa dijo que le apetecía algo de “mota, así se dice aquí, ¿no?”. Antibalas la llevó a su casa, la metió a su cuarto, cerró la puerta y las cortinas y se lanzó sobre sus labios y sus tetas como un forajido.

Después de un rato la chica, ya sin la blusa, pidió mariguana. El Antibalas se levantó de un salto y sacó un pequeño cofre de madera tallada. “Esto que te voy a dar ahora hubiera hecho feliz a Bob Marley,” le dijo a la rubia y ésta soltó una carcajada y se puso a cantar "Burnin' and Lootin'" con un marcado acento francés. Luego calló y se mantuvo en silencio mientras observaba al Antibalas en su faena de quitar las pequeñas ramas de la planta para obtener únicamente las flores. Poseía un dominio de especialista para ser alguien quien se preciaba de nunca consumir su producto, “política mercantil de imbéciles,” según enseñaba a sus ayudantes. Cerrando los ojos, la francesa dijo: “Nunca había conocido el silencio hasta que estuve en Oaxaca”. Antibalas le puso el cigarrillo en la boca y lo encendió mientras jugueteaba con los pezones de la francesa, y le preguntó: “¿A qué te refieres con el silencio?”. “Al silencio —respondió ésta, entre risitas—. ¿Qué no sabes qué es el silencio, panzón? ¿Acaso no entiendes lo que es la calma de la mente?”.

El Antibalas vio entonces, como en un relampagueo, el rostro del Kalimán, exhortándole a aceptar el silencio. El silencio. No tardó en recobrar la concentración, vio nuevamente las suculentas tetas de Hélène y saltó sobre ella diciendo: “Esto es lo que calma mi mente, pendeja”. Minutos después la francesa estaba incrustada encima de la pelvis de un Antibalas que la apretaba de los costados y la levantaba y asentaba intensamente, rítmicamente, alternando entre morderle las tetas y estrujarle las nalgas con fiereza. Los gemidos de ésta, sin embargo, no lograban quitar de la cabeza del Antibalas la idea de que algo, todo quizás se escuchaba en el silencio. ¿Qué chingados había querido decir el anciano?


Gerardo Alejos

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