25 diciembre, 2005

El Nutria en el aire (Capítulo VII)


-Salió con mala cara, maestro... Mmm, mala cosa. Suele pasar; no se preocupe. Acá no entienden que la gente necesita conocer el mundo. Pero por menos lucas. Si no es mucha la indiscreción, ¿dónde quiere llegar?

Carlos Aparicio Gaete, alias El Nutria, sale cabizbajo de la agencia de viajes El Cóndor, de calle Bandera, en pleno centro cívico de Santiago. En uno de los bolsillos internos de su chaqueta lleva el dineral que ha juntado peso a peso en el cofre, pero la señorita de rubios cabellos platinados, y largas piernas como la figura del Concorde, le acaba de decir que está todavía muy lejos de lo que debe cancelar, si es que quiere llegar a tierras aztecas, donde su carnal, el Profesor Jirafales.

Está triste. Le falta dinero, la comprobación objetiva de que los sueños le van a costar más que a otros, aunque junte, aunque aprenda a ahorrar. Porque en este caso también es el calendario el que se restriega en su cara, y le advierte, mofándose, que tendrá que esperar cuatro meses más, seguir juntando papeles en el cofre, así como van las cosas hoy por hoy.

-Mi nombre es Juan Alexander. Pero todos me dicen Alexandro El Grande -dice un ser que por poco supera el metro de altura, y que sigue a Carlos desde que salió de la agencia de turismo.

El Nutria sigue sin escuchar, ensimismado en sus lamentos.

-Ey, no me hagas seguirte hasta la China; sólo quiero ayudarte. Puedo hacer que viajes donde quieras. Buenos Aires, Galápagos, Nueva York, Machu Pichu, Ciudad de México; lo que quieras -insiste el hombrecito.
-¿Ciudad de México? -pregunta El Nutria, deteniéndose frente a una schopería.
-Ciudad de México, mano -bromea Juan Alexander, imitando el sonsonete de un Pancho Villa que alguna vez vio por televisión.

El Nutria mira a Juan Alexander de abajo a... a abajo, y con el ceño fruncido y dando un leve movimiento de mentón, como lo haría el Quajinais, le vuelve a preguntar a su acompañante:

-¿Tienes sed?
-¿Como para qué sería? -responde Alejandro El Grande.
-Una pilsen. ¿Te servís?
-¿Qué le hizo el agua al pescao?

El Nutria se abre paso en la schopería, donde los tradicionales habitantes de la barra degustan cervezas, borgoñas, un café los más encañados. Nadie se percata de Julian Alexander, salvo la camarera, que al pasar por su lado, automáticamente aplasta su falda contra su trasero, evitando que el pequeñín pueda mirarle los calzones. Piden dos schop de litro, una porción de papas fritas y recobran la conversación.

-Así que Ciudad de México... -desliza El Nutria.
-Ciudad de México, Veracruz, Nuevo México... Lo que tú quieras.
-¿Cuánto?
-Depende del número de pasajeros. Y eso no se sabe hasta el último segundo. La cosa tiene sus riesgos, ¿me entiendes? -comenta el pequeño, llevándose un aceitoso puñado de papas fritas a la boca.
-¿A qué te refieres con riesgos? ¿Que se caiga el avión?
-La aviación es la aviación, profesor. Turbulencias, pérdida de combustible, palomas mensajeras que se incrustan en las turbinas; azafatas bipolares que amenazan a la tripulación con hacer explotar sus siliconas en caso que no les entreguen un suculento rescate... No, profesor, me refiero a que ésta es una alternativa... diferente... sin visa... Nadie te va a preguntar si eres turista o si tu sueño es ser parte de una banda sound. Con Juan Alexander el mundo se abre como una sandía ultra madura, roja, jugosa. El costo: esas pepas negras que alteran el rojo y que hay que tener mucho cuidado de no tragar.

El Nutria escucha a Juan Alexander con la mirada perdida. Si uno pudiera pedirle prestado un ratito sus ojos, y atornillarlos en nuestras cuencas para saber qué mira, nos daríamos cuenta que no se trata de nada que esté allá afuera, sino de la mirada clásica de un nostálgico que atraviesa la corona de espuma de un schop con los labios y vuelve a concebir una cuota de esperanza, la sensación de que ya aparecerá algo grande entre tus manos, porque es imposible bailar con la fea toda una vida.

-¿Cuándo y dónde? -pregunta El Nutria, como si hubiera vuelto de otro mundo.
-El jueves a la 21:40. Hangar Luxor en el aeródromo abandonado. Sin compañía. Esto no es la despedida del niñito que se va a estudiar al extranjero, ¿entendido? Una sola maleta y el dinero en un sobre.
-¿Cuánto?
-Ya te dijeron que no en la agencia, ¿verdad? Sé muy bien lo que ahí te cobran. Lleva todo lo que tengas, te va a hacer falta... A veces la demanda crece. Estamos en chilito, ejemplo en Latinoamérica. Pero hay gente que a veces necesita arrancar del Paraíso. Tú me entiendes... -explica Juan Alexander, mientras da el último sorbo al schop y se despide, alargándole una tarjeta a El Nutria.
-Cualquier duda, me dejas recado. Suerte, negro -agrega el hombrecito y El Nutria lo ve alejarse por el iluminado pasillo de la schopería, como si Alexandro El Grande fuera al encuentro del Señor.


Son las 23:22 horas del jueves y El Nutria da vuelta un whisky en su mano derecha. Los cubitos de hielo le recuerdan la Laguna San Rafael, en el extremo sur del país. Son como hipopótamos congelados que buscan vegetales en el fondo del vaso. El whisky no es lo suyo, pero le aconsejaron relajar los nervios con un poco de escocés, porque nadie quiere niñitas histéricas a bordo. Despegaron hace cuarenta minutos de Chile. Si el cálculo no lo engaña, las luces de la noche que ve desplegadas por la ventanilla corresponden a la ciudad de Iquique, en el norte del país, donde algunos de sus amigos de infancia se fueron a probar suerte en la construcción, en las minas. Nunca más supo de ellos. Le gustaría verlos ahora formados sobre la cima más alta de la ciudad, despidiéndose de él como si fuera su familia. El whisky ya hace su efecto y cree que es el momento de pedir esa pastilla que le ofrecieron. Doce horas de sueño asegurado. Con un gesto del mentón llama a la aeromoza, una gordita de mini falda que se pintó demasiado los labios, y con discreción le pide el remedio, y ella regresa un minuto después con una bandejita de plata sobre la cual se mueve al fármaco con el vaivén del avión. Siendo un niño era un verdadero parto tener que tragar una pastilla. Su madre debía deshacérselas en Pap, Bilz o Coca Cola. A veces ni siquiera la gaseosa era suficiente para reducir el asqueroso sabor de los químicos. Más de una vez vomitó. Hubo que abrir otra cápsula y repetir el ritual. Esta vez más grande la boca, sin probar, Carlos, que pase, sé niño bueno, di que sí, deja que pase solamente por la garganta, ya vas a ver que se puede, que el sueño comienza a apoderarse de tus extremidades, de los párpados cansados, de tu visión que se nubla poco a poco, una intensa nevazón en la cordillera que te impide ver más allá de la punta de tus pies, sé niño bueno, yo sé que puedes tesorito, un viento blanco que te regresa a la paz.

-Lino Solís de Ovando G.