30 agosto, 2005

El cofre de El Nutria (Capítulo IV)



Acúsalo con tu mamá, Kiko, piensa ''El Nutria'', cuando se despide de la dueña de casa, de esa casa tan patronal, tan envidiable. Carlos Aparicio Gaete sube a su triciclo, al Fitipaldi, y dándole unas palmaditas a su carrocería, echa a andar con total parsimonia por ese barrio donde el puto smog de Santiago pareciera no entrar, como si los ricos hubieran creado, para ignorancia del resto de los de la ciudad, un su escudo es un corazón.

El triciclo –amarillo, grasiento, de frenos torpedo- está repleto. Hay plantas, diarios antiguos, amarillentos, como dientes con sarro; loza antigua, picada en los bordes; cerámicos descontinuados que la señora de casa decidió mandar a que los botaran por unos pocos pesos. Y para eso está El Nutria, para eso estoy yo, vieja cualiá, se dice Carlos, separando la mugre de lo aprovechable, enguantado, llenando bolsas y bolsas negras de basura, como un Santa Claus a lo Greenpeace, reciclador, basurero, boquita de escoria.

Mientras pedalea, cuidando de no quebrar la loza y la cerámica, El Nutria saca cálculos, proyecciones, sumas y restas sobre cuánto dinero terminará por la tarde en su bolsillo, para luego ir a depositarlo a su banco personal, ese cofre con candadito, de niñita con zapatitos de charol, donde todos los días acumula su pasaje a México. En el barrio, suele pasar que los efectivos de las fuerzas especiales de la policía llegan y entran. No tocan la puerta como debe hacerlo Carlos cuando, guiado por una dirección escrita en un papel de diario, se apresta a realizar uno de sus trabajitos en el barrio alto. Acá no existen los timbres, la cortesía, el hola, ¿puedo pasar? Las puertas se baten como en el Lejano Oeste y la policía con pasamontañas entra como en la cantina de John Wayne en busca de droga, marihuana, chapulines, chicota, pasta base, algunos gramos de mediocre cocaína, abultada con harina, maicena, azúcar, raspado de muralla. Por eso hay que estar precavido. Pagan justos por pecadores y El Nutria no quiere exponer su tesoro de Rico Mc Pato. El cofre yace bajo la tapa del alcantarillado, una placa de concreto que debe levantar haciendo palanca con un fierro, una estaca para Drácula que está dispuesto a enterrar a cualquiera que ose meter las manos donde no debe.

Su padre estaría orgulloso. Carlos siempre atendió sus consejos, aunque supo limpiar también los malos ejemplos. El alcohol en demasía, el trato ofensivo con su madre. Para su fortuna aprendió a cuidar los pocos pesos que salían del bolsillo del viejo, sobre todo cuando el pisco los abría y él se emocionaba con el agua ardiente bajando por su pescuezo. Hay tanto dinero acumulado en ese cofre, que el olor a billete inunda la habitación cada vez que Carlos vuelve a meter la llavecita en el candado que imagina marca ACME.

Falta poco, muy poco, putito, se dice en voz alta El Nutria, sonriendo al imaginarse en tierra azteca, en la Plaza Garibaldi que una vez vio en la Cámara Extranjera de Sábados Gigantes, con Don Francisco presentando a un hombrecito que vivía de dar golpes de corriente a los turistas. ¿Cuántos mexicanos se parecerán a Manzanero?, se pregunta El Nutria, y se destornilla de la risa, mientras lanza un puñado de billetes roñosos al aire. Agrandado, arrogante, sabiéndose también un pobrecito con sus 15 minutos de fama.

El Nutria sigue pedaleando, vuelta a vuelta. Los muslos tensos, cada vez más cansados. Una hora de viaje como si fuera a batir el record Guiness, un chileno vitoreado por sus coterráneos, El Nutria que levanta los brazos y sus amigos que lo esperan en la meta, con champaña, moviendo plumeros y pancartas por ese hombre de mil batallas, un guerrero que va a estampar su firma en ese book que sale año a año y que Carlos mira por televisión, en ese programa que lo anima también a cumplir su locura, su máximo objetivo, su cima a alcanzar, el Profesor Jirafales... Y cuando lo tenga al frente, ¿qué mierda le voy a decir?, se pregunta, como si hubiese despertado arriba del triciclo. Su rictus se ennegrece, pierde vitalidad. Deja de pedalear, Fitipaldi se detiene. Si en ese instante hubiera una cámara aérea –imagine un camarógrafo arriba de un helicóptero de la televisión local-, desde las alturas nadie notaría la presencia de El Nutria. Un punto, un grano de arena en el paisaje, nada más ni nada menos que otro pobre para la televisión.

Lino Solís de Ovando G.

22 agosto, 2005

Del Sexto Sentido (Capítulo III)


Justo cuando Sophie se disponía a abandonar el hospital, sintió cómo un escalofrío se apoderaba de su cuerpo. Era una sensación fría, que le recorría desde la nuca hasta el nacimiento de las nalgas.

Sabía que era poseedora de un sexto sentido. Lo había comprobado en distintas ocasiones. Como aquel día cuando después de un escalofrío, un gran bloque de cemento se desplomó sobre las patas de Giggles, el gato de la abuela Sally; o aquella vez en San Diego, cuando después de sentir nuevamente esa sensación de corriente eléctrica serpenteándole por su espalda, decidió que era el día indicado para asesinar a su abuela materna de ocho puñaladas. Precisas y certeras estocadas que le ahorraron a la anciana darse cuenta de su inminente muerte.

No recordaba nada de su llegada al hospital. Y muy poco de sus tres días de encierro. Cuando ya despertó, los doctores le informaron que había arribado inconsciente, con un cuadro de intoxicación severo por la ingesta de estupefacientes. No habían tenido más remedio que hacerle un lavado estomacal y mantenerla con suero y sedantes.

Quizás fue el efecto de los medicamentos o lo cansada que se sentía, pero esta vez decidió no prestar atención a su sexto sentido. Se arrancó la gasa del antebrazo, sacó con cuidado la aguja clavada a su lívida vena y salió de la habitación sin hacer ruido. Luego dio un vistazo a la puerta del hospital que recién había superado y tuvo la fuerza suficiente para recoger un cigarrillo aplastado, que yacía en el piso a medio fumar.

El sol empezaba a esconderse y la llama del encendedor de Sophie iluminó su rostro blanco y los labios fruncidos.

Miró a los cuatro puntos cardinales y se dispuso a caminar hacia el norte. Visitaría el Bar ''Chumba Mama'', ubicado en la zona roja de Tijuana, donde tenía el control de la venta del crack. El dueño del bar, Nando, conocía a Sophie desde hacía más de cuatro años. El Chumba fue el primer lugar al que Sophie llegó después de cruzar la frontera, huyendo de la policía de Estados Unidos. Ese día en el bar conoció también a la Santa, una puta que trabajaba para Nando y que la había ayudado desde el primer día, llevándosela a vivir a su casa.

Lo primero que hizo al llegar al Chumba fue sentarse en la barra y pedir una Corona, a pesar de las indicaciones del médico, quien le hizo hincapié en que no debía ingerir bebidas alcohólicas ni estupefacientes. De la rockola salían acordes de una canción de la Sonora Santanera:

Fue en un cabaret
donde la encontré
bailando.

Ahí estaba la Santa bailando con un tipo moreno, bajo de estatura, el cual le agarraba el culo sin ningún pudor. Sophie esbozó una sonrisa de lado. Tendría que esperar a que se terminara la ficha de ese cabrón para hablar con su amiga. Por lo pronto, encendió otro cigarrillo, y a pesar del ruido de la música, las carcajadas, los borrachos, los gritos de las putas, las mentadas de madre, se rindió a su silencio interno, que siempre encontraba demasiado perturbador.

Levantándose se dirigió a la pista donde la Santa. La tocó por el hombro.

-Quiubo tu.
-Pues nada. Me tenías preocupada, pendeja. ¿Dónde andabas? El Charro te anda buscando por todas partes.
-Te cuento en casa -dijo Sophie, con un rastro de acento gringo.

Sophie tenía que ponerse al corriente de las noticias sobre la venta de drogas, pero sobre todo de la cantidad asignada, esa semana, de refugiados que tendría en su casa, a la espera de meterlos de manera ilegal en la frontera. Ése era un trabajo que se tomaba muy en serio. El Charro no se andaba con mamadas.


Luxia López

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12 agosto, 2005

Todo se escucha en el silencio (Capítulo II)


Días antes de que arrasara con Mérida el huracán Gilberto, al inicio de una convalecencia que le impediría salir a vender elotes como todas las tardes por el rumbo de Los Pinos y del fraccionamiento Jardines, el Kalimán Guzmán dio al Antibalas un consejo que marcaría a este último por el resto de sus días. No porque fuera muy profundo o especialmente significativo ni porque revelara cuestiones insospechadas sobre la naturaleza humana, sino estrictamente porque el Antibalas pasaría años, décadas enteras sin poder entenderlo.

Kalimán había sido la figura paterna durante la infancia y adolescencia de su joven protegido. Le dio su primer trabajo, su primera navaja, su primera cerveza y lo remitió por primera vez con Lupe Boquitas, la prostituta más antigua del centro e iniciadora sexual de al menos cuatro generaciones de yucatecos. Fuera del apellido Guzmán y de un vago acento tabasqueño nadie sabía el nombre ni la procedencia del Kalimán y ni siquiera los más antiguos del barrio recordaban con precisión el año en que éste llegó a Mérida. Como los árboles, como la pobreza, como el maíz, parecía que siempre estuvo ahí.

Debido entre otras cosas a su longevidad y a su expansivo sentido del humor, el Kalimán fue una presencia constante en la infancia del Antibalas y de otros niños de su época, quienes lo asociaban inequívocamente con un sabor a mazorca tierna de maíz hervido, bañada con limón, sal y chile en polvo, o con mayonesa y crema durante los días de fiesta. Kalimán pasaba todas las tardes en su bicicleta sosteniendo el huacal de elotes sobre el manubrio mientras los niños del barrio jugaban fútbol, busca-busca y en general corrían enloquecidos por las calles.

Pero si había algo que distinguía al Kalimán de todos los habitantes de la zona era su afición a la lectura. La gente nunca comprendió como podía preferir sumergirse en un libro que sentarse con los demás a tomar ron con coca-cola, fumar cigarrillos y rememorar sobre mujeres o los viejos tiempos. Kalimán respondía que él podía hacer todas esas cosas y al mismo tiempo liberar su espíritu mediante la literatura. Lo cual era verdad. Después de terminar su recorrido en bicicleta, al caer la noche, regresaba a su casa de techos de cartón corrugado, sacaba una pequeña mesa, un quinqué, un paquete de cigarrillos, un vaso de cerveza y se recostaba en su hamaca, colgada estratégicamente bajo un antiguo flamboyán, con el libro más inimaginable que uno pudiera imaginarse.

El Antibalas fue uno de los pocos niños que se sentaban a verlo leer aunque nunca hubiera tenido una afición genuina por la lectura. Lo que le interesaba a ese pequeño de piel morena y ojos chispeantes eran los momentos en que el Kalimán asentaba el libro, encendía un cigarrillo y contaba fragmentos de alguna anécdota real o imaginaria que inevitablemente concluía con una diatriba contra el imperio yanqui, la iglesia y sobre todo contra las traicioneras mujeres, causantes de todas las tragedias de su vida y las de los personajes de sus anécdotas. El Antibalas creció admirando a figuras como el Che Guevara y José Martí, salvándose en términos generales y más bien por milagro de la misoginia que afectaba a su generación y a las anteriores a la suya, y al cabo de los años fue capaz no sólo de escuchar las anécdotas del Kalimán sino de complementarlas e incluso oponerlas con sus propios relatos y aprendizajes.

Poco a poco, sin embargo, aquellas sesiones de lectura y narración oral fueron espaciándose. El Antibalas dejó de regresar al barrio por las tardes y sus ratos libres los pasaba con chavos de su edad, tomando cerveza en las esquinas y fumando mariguana. A pesar de su reticencia a tomar o fumar una o tal cosa y debido a su natural talento para el sarcasmo y los chistes de doble sentido, se ganó el compañerismo de un grupo al que en realidad temía y no respetaba, pero con el cual se sentía extrañamente identificado.

Una tarde en la que corrían profusamente el alcohol y los puñetazos, al salir a la plática el tema de la comida del barrio, alguien mencionó de paso que aquel viejo de los elotes se estaba muriendo. Antibalas no se decidió a visitar a su viejo amigo sino hasta pasados tres días. Apenas puso un pie en la acera de enfrente, el Kalimán encendió la luz de la choza y gritó: “¡Entra aquí de una buena vez, chamaco!”. La puerta se abrió y el Antibalas pudo ver a un anciano en pantuflas envuelto en una cobija, cuya barba parecía caérsele a pedazos, dejándole huecos a lo largo de la cara y que caminaba con dificultad, encorvado, pero cuya voz preservaba una sonoridad e incluso una gravedad que no correspondían con el notorio agotamiento de su propietario. Antibalas tragó saliva y sintió cercanas las lágrimas hasta que la voz lentamente clamó: “No te me apendejes y vete sentando en esa silla, cabrón, que tenemos que platicar”.

Antibalas cumplió con lo indicado y el anciano empezó a darle los pormenores de su enfermedad. Le dijo cuánto tiempo estimado le quedaba de vida. Le pidió que ordenara sus asuntos después de su entierro. Legó todo lo que había por legar y pidió que sus cenizas fueran arrojadas al cenote de Dzibichaltún. Abrió una botella de ron y encendió un cigarrillo. Afirmó haber vivido una vida “con orgullo, sin dejarme de nadie ni hacerle mal a quien no lo merecía. Hice el dinero que quise y lo utilicé cuando fue necesario. No tuve hijos pero cumplí todos mis sueños. Muero solo aunque siempre estuve rodeado de sabios. No hay mejor interlocutor que un filósofo muerto ni mejor amante que la que vendrá mañana. Vale más que te enamores y te despedace el alma una prostituta sin dientes a que escribas la novela más perfecta de la historia. Nada es perfecto, hijo. Nada permanece. Y todas estas pendejadas que digo no son nada. Yo no soy nada. No soy ni la ceniza de este pinche cigarro. No soy nada. Nada me queda”.
Sus ojos se encendieron con un brillo particular. “El único triunfo verdadero que me ha tocado fue haber descubierto que aunque la vida sea una mierda vale la pena vivirla. Eso es lo que te hace hombre, lo que te hace valiente; no temerario como esos pendejos que desafiaron a la muerte y cayeron abatidos sin tener una puta idea de por qué vinieron aquí o a dónde estamos yendo. Eso es lo que hay que evitar, chamaco: ¡el no saber! El vivir ciegos, sordos, sonámbulos como borregos… ¡No estamos dormidos, cabrón! ¡Tú y yo no estamos dormidos!”.
Su cara había enrojecido y su respiración agitada hacía que su pecho creciera como el de un oso que bostezaba. Bajó de tono al proseguir. “Sin embargo también debo decirte algo, quizás lo más profundo que haya aprendido en mi vida. Algo que me ha llegado recientemente y que incluso yo no acabo de comprender. El secreto es el siguiente, chamaco. Todo se escucha en el silencio. Piénsalo. Todo se escucha en el silencio”.
El viejo se incorporó, se arrastró por el cuarto hasta tomar un trago de la botella de ron y encendió otro cigarrillo. “Hasta la pinche iglesia dice que del silencio venimos y al silencio vamos, ¿pero quién chingados te dice qué es lo que hay que hacer ante la presencia del silencio? ¿Quién te dice qué es el silencio? ¡Hay que aceptar el silencio!”. Antibalas no pudo contenerse más y guardó la cabeza entre las manos, sollozando. “Que no te dé miedo, pequeño. Límpiate esas lágrimas. Ven a darle un abrazo a este viejo que te va a extrañar. Pero recuerda siempre, hijo. El secreto está en el silencio”.


Habían pasado ya varios meses, años quizás, en que el Antibalas no recordaba el último consejo del Kalimán Guzmán. Ahora era un adulto joven y altanero, con tatuajes en los brazos y la libido desatada. Sus bases de operaciones eran la Plaza Grande, el parque de la Madre, Santa Lucía y San Juan, en donde vendía pitillos de mariguana de pésima calidad a un precio que con dificultades hubiera correspondido a los mejores productos hidropónicos holandeses. Con la ayuda del padre de su socio el Chemo, el “doctorcito” Ayala, quien se especializaba en falsificar hojas de recetarios médicos y de medicina veterinaria, conseguía tranquilizantes como Rivotril, Rohypnol o ketamina que vendía como éxtasis o incluso heroína a los compradores más inexpertos. El negocio nunca fue próspero pero alcanzaba para los gastos. Una buena parte de sus ingresos era para su madre, doña Susana, otra para sus hermanas y el resto lo gastaba en ropa o lo guardaba en una lata de cerveza japonesa Sapporo que el Kalimán decía haber traído del mismísimo puerto de Tokyo. Para los estándares del barrio podían haber sido considerados de clase media. La madre del Antibalas había decidido de una manera muy pragmática no preguntar sobre la procedencia del dinero que éste le entregaba, lo cual interpretó el Antibalas como un signo de lealtad familiar; y quizás así lo era. “Ya no hay mujeres como las de antes”, pensaba a veces.

Una noche llegó a casa acompañado de una francesa llamada Hélène a quien había recogido en el Palacio del Gobernador, sitio al que frecuentaban todos los vendedores ambulantes del centro debido a sus baños gratuitos. Hélène era una rubia alta, tetona, con dreadlocks, ojos rojísimos, pupilas dilatadas y riéndose a la menor provocación. El negocio del Antibalas era detectar a gente así, extranjeros enganchados que consumían y por lo general comprarían toda clase de drogas. Antibalas ejecutó una de sus maniobras usuales, acercándose a ella de frente y diciéndole en francés una frase que había aprendido de 'Los paraísos artificiales', uno de los libros del Kalimán: “¡Qué hermosas las pupilas de quienes consumen cáñamo!”. La francesa sonrió y respondió en español: “muchas gracias”. Era de tarde y el Antibalas logró que lo invitaran a tomar una cerveza. Dos cervezas, tres cervezas y la francesa no paraba de hablar. El Antibalas comenzaba a preocuparse por los clientes que estaba perdiendo al no hacer sus rondas nocturnas cuando la francesa dijo que le apetecía algo de “mota, así se dice aquí, ¿no?”. Antibalas la llevó a su casa, la metió a su cuarto, cerró la puerta y las cortinas y se lanzó sobre sus labios y sus tetas como un forajido.

Después de un rato la chica, ya sin la blusa, pidió mariguana. El Antibalas se levantó de un salto y sacó un pequeño cofre de madera tallada. “Esto que te voy a dar ahora hubiera hecho feliz a Bob Marley,” le dijo a la rubia y ésta soltó una carcajada y se puso a cantar "Burnin' and Lootin'" con un marcado acento francés. Luego calló y se mantuvo en silencio mientras observaba al Antibalas en su faena de quitar las pequeñas ramas de la planta para obtener únicamente las flores. Poseía un dominio de especialista para ser alguien quien se preciaba de nunca consumir su producto, “política mercantil de imbéciles,” según enseñaba a sus ayudantes. Cerrando los ojos, la francesa dijo: “Nunca había conocido el silencio hasta que estuve en Oaxaca”. Antibalas le puso el cigarrillo en la boca y lo encendió mientras jugueteaba con los pezones de la francesa, y le preguntó: “¿A qué te refieres con el silencio?”. “Al silencio —respondió ésta, entre risitas—. ¿Qué no sabes qué es el silencio, panzón? ¿Acaso no entiendes lo que es la calma de la mente?”.

El Antibalas vio entonces, como en un relampagueo, el rostro del Kalimán, exhortándole a aceptar el silencio. El silencio. No tardó en recobrar la concentración, vio nuevamente las suculentas tetas de Hélène y saltó sobre ella diciendo: “Esto es lo que calma mi mente, pendeja”. Minutos después la francesa estaba incrustada encima de la pelvis de un Antibalas que la apretaba de los costados y la levantaba y asentaba intensamente, rítmicamente, alternando entre morderle las tetas y estrujarle las nalgas con fiereza. Los gemidos de ésta, sin embargo, no lograban quitar de la cabeza del Antibalas la idea de que algo, todo quizás se escuchaba en el silencio. ¿Qué chingados había querido decir el anciano?


Gerardo Alejos

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08 agosto, 2005

El Nutria es un tipo VIP (Capítulo I)


¡Ta!... ¡Ta!... ¡Ta! El estentóreo sonido se queda retumbando en su oreja. Da un nuevo sorbo a la cerveza, mueve la mandíbula, se aprieta la nariz y sopla fuerte, pero el sonido sigue ahí, golpeando las paredes de su oído, luego que el cantinero intentara, infructuosamente, matar a un par de moscas que captaban su atención, su molestia, las pocas ganas de seguir trabajando en el mismo cochino lugar durante más de veinticinco años.

Carlos Aparicio Gaete, alias ''El Nutria'', no paga un peso ''Donde Miguelo''. Es un tipo VIP en esta pocilga. Cada vez que sienta sus aporreados glúteos en una de las sillas del local, el cantinero sale raudo detrás de la barra para traerle al muchacho una cerveza helada, una buena y espumante mamadera que calme el cansancio de pedalear y pedalear arriba de su triciclo.

Hoy no es día de lluvia. No hay pesos extras para Carlos. No hay gente que atravesar de una vereda a otra por las inundaciones que se dejan caer en Santiago, apenas el de arriba se pega una pequeña meada. Y como no hay monedas para formar montoncitos sobre la cubierta sucia de la mesa, viene demasiado bien ser el protegido del Miguelo, el dueño de este inmundo barcito y del Club Barrabases, donde El Nutria driblea como los dioses, zigzaguea como un cohete y es capaz de dar vuelta marcadores adversos, cual Sor Teresa de Los Andes.

El sonido sigue aguijoneando su oído. Ese ¡ta!... ¡ta!... ¡ta! que le sabe a conocido. El Nutria -mostachos leves, como de quinceañero; piel mate, pelo corto y duro, y cara alargada, como de ratón- cierra los ojos y comienza a jugar con el sonido, a degustarlo con su mente, hasta que, por arte de magia vuelve a abrir los ojos, emocionado. Lo acaba de descubrir. Ese ¡ta!... ¡ta!... ¡ta! es el ¡ta!... ¡ta!... ¡ta! del mismísimo Profesor Jirafales, del Maestro Longaniza, pero, sobre todo, de quién le recuerda Rubén Valdés: su padre, ese amado clon con el que sus amigos lo molestaron desde pequeño, un mostacho mexicano que se fue de su lado hace diez años.

El Nutria da un último y largo sorbo a la cerveza, y vuelve a cerrar los ojos, a la espera de que la espuma de los dioses le limpie las ideas, le arranque la tristeza, y permita que su padre se devuelva al cementerio, donde debe estar. Lo menos que quiere es echarse a morir. Ahora que tiene una racha de suerte, que los trabajos se suceden día a día, y que sus ahorros se abultan. La meta está más cerca. Siente que si estira el brazo, logra rozar México. Y de ahí, sólo un paso queda para visitar al Profesor Jirafales.


Lino Solís de Ovando G.

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