27 septiembre, 2005

Cementerio de Elefantes (Capítulo VI)


Tras, tras, tras, suena la puerta. Sophie se sobresalta y camina hacia la vieja puerta de madera.
-¿Quién?
-Yo, el Mocos.
-¿Qué pedo?
-Tengo que hablar contigo, me manda el Charro.
Sophie abre la puerta y ve al Mocos con sus 1.50 metros de estatura y su piel color chocolate.
-Suelta, pues.
-Gringa, dice el Charro que mañana tienes que cruzar personalmente a unos pollos al gabacho.
-Motherfucker. Él sabe que yo no puedo cruzar, pendejo. ¿Cuántos son?
-Son tres que vienen de allá del sur. Le pagarán bien y no quiere pérdidas.
-¿Donde está el Charro?
-Con el Nando.
-Dile que en un rato voy para allá.
Sophie hace el amago de cerrar la puerta, pero el Mocos sigue clavado ahí.
-Sofis, no tendrás un churrito pa´ matarme el hambre.
-Damn; espérate. Pero le avisas, Mocos, ¿ok?
Sophie sabe que no puede negarse a ninguna petición del Charro; tan fácil como que éste marque un número y la localizan. Pero este encargo es más de lo que siempre le ha conferido. Es una moneda al aire cruzar a Estados Unidos con pollos y una orden de aprehensión pendiente por asesinato.
Poco recordaba del día en que dio muerte a su abuela y los motivos aún le resultaban confusos. Pero tiene la habilidad de borrar rápidamente de su memoria todo aquello que quiera, enterrándolo en su conciencia con más de cien piedras encima. Otros simplemente se lo adjudican a la cantidad de droga que Sophie ha consumido desde los 12 años.
Busca la cantimplora, cerciorándose de que esté llena, se acomoda un pequeño puñal que carga para protección y enciende un cigarrillo.
-¡Santa, Santa! Fuck.
Sale a la calle con pasos rápidos, dirigiéndose a dos cuadras de su vecindad. Ahí está “El Chumba” con su luz roja inundando todo el lugar y liberándolo a duras penas de una viscosa penumbra. Ve al Charro de lejos, sentado a la barra con una cerveza en la mano y jugando con una puta con la otra.
-Charro, ¿que me buscas?
-Mi gringuita, ya te dijo el Mocos, ¿no? Necesito a alguien de confianza y esa eres tú, güerita. A ver tú, pendeja, bótate a la chingada de aquí -ordena el Charro. La morena obesa se larga con una mueca de coraje y balbuceando unas cuantas malas palabras.
-Te decía, güera, que necesito que pases a tres cabrones que vienen de Chile. Sabes dónde está eso, ¿verdad? Pues te digo que estos batos traen un contacto de un güey de allá que dicen que está pesado para unas mamadas de mucho dinero. ¿Ves güerita? Te mando puro VIP.
El Charro suelta una carcajada más que fingida, que hace que Sophie sienta escalofríos. Uno de ésos que tanto teme.
-Y dime pues, cómo va estar todo.
-Calmada, güera. Esto es lo que vas a hacer, preciosa: ya te tengo el carrito listo del año, eh, ¿qué tal? Los cabrones se están quedando en el hotel La Guadalupana, a cuadras de aquí. Tú nena, te dejarás de inyectar tus pendejadas. Esta semana te quiero lúcida, alerta. Toma estos quinientos pesitos. Córtate esas greñitas de mariguana que traes, vete al tianguis y cómprate unos trapitos decentes, de manga larga, que te tapen todo el rayadero de los brazos y cuello. Que te veas decente, ¿ves? Como toda una U.S. citizen.
Sophie saca la cantimplora de entre el pliegue del pantalón y sus nalgas. Temblorosa, empina un trago y pasa el trago de mezcal como si fuera una enorme bola de pelos. Luego limpia las sobras de su boca con la manga de la sudadera. Tengo que hacerlo, se dice a sí misma.
-¿Y de a cómo, Charro?
La mirada del Charro se torna dura, asesina, cual pistola. En un movimiento rápido toma a Sophie de su mandíbula, apretando tan duro como queriendo reventar una nuez enorme.
-Mira pinche gringa, si yo quisiera que me lo hicieras gratis, te lo diría. Me debes la vida, grandísima hija de puta. Te daré tu dinero, así que no la hagas de pedo.
Sophie siente la muerte en el aliento fétido del Charro. Al unísono, la rockola se queda en silencio y los clientes rechiflan.
¡Cácaros!, ¡pónganle moneditas, pendejos! ¡Pinches piojos!
Un hombre de buena facha se acerca y coloca unas monedas. La música regresa.
-Está bien, Charro. Cuándo y dónde.
-Mañana te mando al Mocos con la información, güera.
Es el día indicado. Hay noche despejada y Sophie huele una lluvia próxima a llegar. Sintoniza el radio. Buenas noches, este es el reporte de las 10:15 pm. San Ysidro reporta 120 autos por fila con 20 puertas abiertas; 20 peatones. Otay, el cruze es inmediato. Otro reporte dentro de quince minutos.
Sophie tiembla por la falta de drogas o por los nervios; da igual. Tiembla hasta el último vello de su cuerpo. Está irreconocible, espléndida, vestida con un pantalón negro, botas altas y blusa negra de cuello de tortuga. Cabello recogido. Que me cortara la greña, pinche Charro pendejo, piensa. Sigue ella.
Pinche migra, le está revisando hasta los calzones a este pendejo; ya me chingué, piensa otra vez. Traga saliva. El migra manda a inspección secundaria al auto de enfrente. Fuck! Fuck! Los tres hombres acomodados estratégicamente en la parte trasera de la mini-van emiten un ruido. Shut the fuck off!, dice entre dientes. Su turno.
Sophie suda por todos los poros.
-Hi!- dice el migra, que clava la vista en los ojos azules de Sophie.
-Hi! US Citizen.
-Where are you going?
-To my house here in San Ysidro.
-San Ysidro! I live there too.
-Really? That’s nice.
-Well, hope you have a good night, and I expect to see you soon!
- Sure, why not!
Definitivamente han sido los dos minutos mas largos de su vida. Marca un número de celular.
-Todo salió bien.
Sophie rompe en llanto.
—Luxia López

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09 septiembre, 2005

Calle Luna, Calle Sol (Capítulo V)


“Mire señora / agarre bien su cartera / no conoce este barrio / aquí asaltan a cualquiera...” cantaba Héctor Lavoe y las calles de centro de Mérida vibraban sincopadas, tropicales, efervescentes. Eran las seis de la tarde de un viernes y la voz del más grande cantante de salsa provenía del estanquillo de un vendedor ambulante de discos piratas. Habían pasado ya varias semanas desde que el Antibalas durmió con la francesa Hélène y ahora recorría las calles de nuevo, habiendo terminado sus rondas laborales, buscando mujeres con las cuales divertirse y pasar la noche. En el parque de la Madre se encontró a dos camaradas que iban en una misión similar y rápidamente decidieron recorrer los bares de las dos o tres calles que constituían la zona turística del centro.

El secreto consistía en pasar a emborracharse previamente a cualquier bar de mala muerte de la zona “no turística”, varias calles atrás, en donde la cerveza costaba una fracción de lo que costaba en los otros y en donde las únicas mujeres presentes eran las meseras-casi-ficheras que solían aceptar cervezas, nalgadas e invitaciones a sentarse en los regazos de los clientes que así lo reclamaban.

Memo y Baltazar trabajaban en las calles como vendedor de hamacas y cuida-coches, y habían sido amigos del Antibalas desde la infancia. Eran primos hermanos gorditos y morenos, buenos para los madrazos, cuyos tatuajes de la Virgen de Guadalupe en los hombros no les impedían ser feroces consumidores de crack y de todos los productos del Antibalas.

Llegaron al bar “La Última Y Chingas A Tu Madre” tras haber pactado precio, pagado e ingerido varias clases de estimulantes y se dirigieron a una mesa del fondo que colindaba con las de otros vendedores ambulantes del centro. Estaban prácticamente en familia y fueron recibidos con gritos y mentadas de madre. Se sentaron ruidosamente en la mesa mientras devolvían los saludos con exclamaciones como: “Chúpame ésta, putito”, “Qué sabrosa te ves hoy, Rosy” o el sonoro y altamente ofensivo: “Anda a rre-chingar a tu madre, ¡pelaná!”.

Once caguamas y tres horas más tarde se pusieron de pie y se despidieron escandalosa, borrachamente. Dando tumbos llegaron a la zona turística del centro y se encaminaron directamente al “Panteón Taurino”, sitio en donde la pedantería y la más chabacana vulgaridad venía disfrazada de afición a la tauromaquia, que sin embargo era tremendamente popular entre las extranjeras del centro debido a que los meseros desempeñaban sus labores en mallas, disfrazados de toreros y hablando con un falso acento español. Se sentaron junto al bar y, al acercarse el mesero, Baltazar lo interceptó diciéndole: “Mira, maricón hijo de la chingada, dos cosas: Una. Atrévete a hablarme con tu puto acento español y te mato a vergazos. ¡Pero te mato, cabrón! Dos. Dime dónde está el baño y cuando regrese quiero ver tres Bohemias en la mesa o igual te mato a vergazos. ¿Entendiste, hijueputa?”.

El mesero se precipitó hacia la barra y Memo se puso de pie y le dijo al Antibalas, entre risas: “Nos vamos al baño a fumar una piedrita de crack. Ahora volvemos”.

Antibalas se quedó solo en la mesa y no fue sino hasta entonces cuando se dio cuenta de lo borracho que estaba. Tenía la boca seca y su cabeza pesaba el equivalente de una gran sandía. Veía doble, triple, cuádruple; los ojos se le cerraban de repente y al abrirse sólo veían un extraño conjunto de luces y colores. Sintió llegar la náusea y trató de ponerse de pie pero unas manos en los hombros lo detuvieron y lo obligaron a sentarse de nuevo. “¿A dónde vas, guapo?”, le preguntó la ronca voz de una mujer quien, parada frente a él, añadió: “Por lo visto ya te dejaron tus amigos. Si quieres yo te hago compañía. Te prometo que te voy a tratar muy bien”.

Dentro de su ebriedad, el Antibalas pudo distinguir que aquella mujer —alta, muy maquillada, con grandes tetas y un escandaloso cabello negro— se sentaba junto a él y lo abrazaba y le tocaba los brazos y las piernas. “Ay, pero qué fuerte estás”, decía la mujer. Sus caricias no tardaron en sacar al Antibalas de su letargo y comenzó a toquetearla sin ningún decoro. Mientras le apretaba las tetas desordenadamente, con ambas manos, ignorando que se encontraba en un lugar completamente público, le preguntó su nombre y la mujer respondió: “Magaly, pero me dicen Shakira” y tocó bruscamente la verga del Antibalas, quien se levantó de un salto. Shakira aprovechó para apretarle el culo con descaro mientras le daba un largo beso de lengua. Al ver que los amigos de este último regresaban, la mujer le dijo: “No me tardo. Voy aquí al lado por unos cigarrillos y cuando regrese nos vamos”.

Shakira se incorporó con ligereza y salió del bar a toda prisa. Memo y Baltazar se sentaron a la mesa entre sonoras carcajadas, palmeándole el hombro al Antibalas y diciéndole: “Ora sí me jodiste, pinche Indalecio, no sabía que te gustaban los putos”.

El Antibalas no comprendió sus burlas sino hasta minutos después. “¿Cómo que un puto?”, bramó. “Sí, pendejo, te estabas fajando a un pinche travesti. ¿Qué no viste su chingada cara de hombre?”. “¡Me lleva la puta madre! —replicó Indalecio—. ¡Chingado alcohol de mierda!”.

En ese instante se tocó el bolsillo y se dio cuenta de que además había perdido su billetera. “¡Me lleva la verga! Ya me chingó el dinero. ¡Hijo de su puta madre!”.

Salió corriendo del bar y a lo lejos vio que el travesti paraba un taxi y se subía a toda velocidad. “Ya te jodió el marica, pinche Antibalas; déjalo así”, sentenció Baltazar. “Ni madres —respondió aquél, ya sin el menor asomo de borrachera—, préstame tu moto. Ahorita los alcanzo cuando lleguen a Circuito Colonias”.

Pinche alcohol de mierda, volvió a decirse el Antibalas instantes después, mientras corría a toda prisa.


Después de media hora de perseguir en motocicleta al travesti que le había robado su billetera y humillado frente a sus amigos, el Antibalas comenzó a perder la concentración. Hizo rápidamente el cálculo mental de cuánto afectaría a sus finanzas la pérdida de ese dinero pero concluyó que, a partir del momento en que había subido a la moto e iniciado la persecución, el rescate de su billetera se había convertido en un asunto de dignidad propia, de orgullo de hombre, una cuestión de vida o muerte. Cómo va a ser posible que un pendejo cualquiera se aproveche de mí —razonó—, no me conviene dar ese ejemplo.

Avanzaba lentamente, con las luces apagadas y usando un viejo pañuelo como silenciador del mofle. El taxi marchaba algunos cientos de metros más adelante, recorriendo el Anillo Periférico de norte a sur. No era de extrañarse que el travesti se hubiera dirigido a esa zona dado que ahí se localizaban los hoteles de paso y prostíbulos de la ciudad. Está en su territorio el maricón, tengo que cuidarme —reflexionó Indalecio.

Algunos minutos después el taxi se detuvo y la Shakira bajó de un salto y empezó a caminar por una vereda dentro del monte que parecía ir hacia ningún lado. Caminaba silenciosa y apresuradamente, como sabiendo que aún corría peligro y que acaso la noche no sería suficiente para esconderle o mantener sus acciones en el olvido. El Antibalas había bajado de la moto y caminaba sigilosamente detrás de los matorrales, paralelo al travesti, con una pesada piedra en la mano derecha y una navaja desenvainada en la siniestra.

Tal como el instinto indica al cazador esperó la llegada del instante apropiado y de un sólo movimiento apareció en la vereda y aporreó la piedra en la cabeza de la Shakira, quien cayó pesadamente al suelo sin tener tiempo siquiera de dar un solo grito. Ya me chingué a este pendejo, ahora sólo me falta mi billetera —pensó el Antibalas.

Abrió sin pestañear la bolsa de mano de su víctima, quien yacía bañada en sangre, convulsionándose y con los ojos en blanco. Sin embargo, Antibalas no pudo contener un grito de sorpresa al encontrar una imagen plastilizada de Elegguá, el Orisha mayor, esposo de Echú, protector de Ochún, uno de los apóstoles más importantes de los rituales de la santería, en cuyo revés decía escrito a mano con una letra visiblemente temblorosa: “Que este santo te proteja en la vida y la muerte, el principio y el fin, la guerra y la tranquilidad, lo uno y lo otro, así como yo, nieta de Ochún, te protejo”, firmado por La Turbina.

¡El pinche puto es empleado de La Turbina! —comprendió el Antibalas—, nomás esto chingados me faltaba.

Por primera vez en meses, quizás años, un genuino escalofrío de miedo le recorrió la espalda y cada uno de los poros de su cuerpo. Había llegado el momento de enfrentarse nuevamente con la única mujer a la que había amado en su vida: La Turbina, la exuberante y sanguinaria líder del cártel del Caribe; una leyenda viva del narcotráfico mundial.

Antibalas se aguantó las lágrimas y devolvió la imagen de Elegguá a la bolsa del travesti. Regresó a Mérida y se acostó a dormir pensando que, a menos de que la fortuna le sonriera, le quedaban apenas unas semanas de vida. Del polvo venimos todos y allí regresaremos, se dijo con tristeza, y cerró los ojos.


Gerardo Alejos