El cofre de El Nutria (Capítulo IV)
Acúsalo con tu mamá, Kiko, piensa ''El Nutria'', cuando se despide de la dueña de casa, de esa casa tan patronal, tan envidiable. Carlos Aparicio Gaete sube a su triciclo, al Fitipaldi, y dándole unas palmaditas a su carrocería, echa a andar con total parsimonia por ese barrio donde el puto smog de Santiago pareciera no entrar, como si los ricos hubieran creado, para ignorancia del resto de los de la ciudad, un su escudo es un corazón.
El triciclo –amarillo, grasiento, de frenos torpedo- está repleto. Hay plantas, diarios antiguos, amarillentos, como dientes con sarro; loza antigua, picada en los bordes; cerámicos descontinuados que la señora de casa decidió mandar a que los botaran por unos pocos pesos. Y para eso está El Nutria, para eso estoy yo, vieja cualiá, se dice Carlos, separando la mugre de lo aprovechable, enguantado, llenando bolsas y bolsas negras de basura, como un Santa Claus a lo Greenpeace, reciclador, basurero, boquita de escoria.
Mientras pedalea, cuidando de no quebrar la loza y la cerámica, El Nutria saca cálculos, proyecciones, sumas y restas sobre cuánto dinero terminará por la tarde en su bolsillo, para luego ir a depositarlo a su banco personal, ese cofre con candadito, de niñita con zapatitos de charol, donde todos los días acumula su pasaje a México. En el barrio, suele pasar que los efectivos de las fuerzas especiales de la policía llegan y entran. No tocan la puerta como debe hacerlo Carlos cuando, guiado por una dirección escrita en un papel de diario, se apresta a realizar uno de sus trabajitos en el barrio alto. Acá no existen los timbres, la cortesía, el hola, ¿puedo pasar? Las puertas se baten como en el Lejano Oeste y la policía con pasamontañas entra como en la cantina de John Wayne en busca de droga, marihuana, chapulines, chicota, pasta base, algunos gramos de mediocre cocaína, abultada con harina, maicena, azúcar, raspado de muralla. Por eso hay que estar precavido. Pagan justos por pecadores y El Nutria no quiere exponer su tesoro de Rico Mc Pato. El cofre yace bajo la tapa del alcantarillado, una placa de concreto que debe levantar haciendo palanca con un fierro, una estaca para Drácula que está dispuesto a enterrar a cualquiera que ose meter las manos donde no debe.
Su padre estaría orgulloso. Carlos siempre atendió sus consejos, aunque supo limpiar también los malos ejemplos. El alcohol en demasía, el trato ofensivo con su madre. Para su fortuna aprendió a cuidar los pocos pesos que salían del bolsillo del viejo, sobre todo cuando el pisco los abría y él se emocionaba con el agua ardiente bajando por su pescuezo. Hay tanto dinero acumulado en ese cofre, que el olor a billete inunda la habitación cada vez que Carlos vuelve a meter la llavecita en el candado que imagina marca ACME.
Falta poco, muy poco, putito, se dice en voz alta El Nutria, sonriendo al imaginarse en tierra azteca, en la Plaza Garibaldi que una vez vio en la Cámara Extranjera de Sábados Gigantes, con Don Francisco presentando a un hombrecito que vivía de dar golpes de corriente a los turistas. ¿Cuántos mexicanos se parecerán a Manzanero?, se pregunta El Nutria, y se destornilla de la risa, mientras lanza un puñado de billetes roñosos al aire. Agrandado, arrogante, sabiéndose también un pobrecito con sus 15 minutos de fama.
El Nutria sigue pedaleando, vuelta a vuelta. Los muslos tensos, cada vez más cansados. Una hora de viaje como si fuera a batir el record Guiness, un chileno vitoreado por sus coterráneos, El Nutria que levanta los brazos y sus amigos que lo esperan en la meta, con champaña, moviendo plumeros y pancartas por ese hombre de mil batallas, un guerrero que va a estampar su firma en ese book que sale año a año y que Carlos mira por televisión, en ese programa que lo anima también a cumplir su locura, su máximo objetivo, su cima a alcanzar, el Profesor Jirafales... Y cuando lo tenga al frente, ¿qué mierda le voy a decir?, se pregunta, como si hubiese despertado arriba del triciclo. Su rictus se ennegrece, pierde vitalidad. Deja de pedalear, Fitipaldi se detiene. Si en ese instante hubiera una cámara aérea –imagine un camarógrafo arriba de un helicóptero de la televisión local-, desde las alturas nadie notaría la presencia de El Nutria. Un punto, un grano de arena en el paisaje, nada más ni nada menos que otro pobre para la televisión.
— Lino Solís de Ovando G.